EXCOMUNIÓN

26 de Abril del 2010 a las 14:19 Escrito por Jaime Aguilera

En el umbral de la puerta que da acceso a la modesta biblioteca de mi casa hay una copia de la famosa cédula pontificia de la Universidad de Salamanca: “Hai excomunión reservada a Su Santidad contra cualesquiera personas, que quitaren, distraxeren, o de otro cualquier modo enagenaren algún libro, pergamino, o papel de esta Bibliotheca, sin que puedan ser absueltas hasta que esta esté perfectamente reintegrada”.

Los obispos españoles han aplicado el castigo “severo” de la excomunión para todos los políticos que hayan votado a favor de la nueva Ley del aborto. Bueno, mejor dicho, no se reservan el derecho a sancionar con la excomunión, ni para ellos, ni para Su Santidad: sencillamente los políticos se “autoexcomulgan” ellos solitos al ratificar este texto legal. Otra cosa, claro está, es el Rey, que el pobre se ve obligado a sancionar esta Ley y ya se verá si se autoexcomulga o no.

Creo que ya lo he dicho en más de una ocasión: el sueño de la razón produce monstruos, y monstruitos es lo que están saliendo a una Iglesia Católica que sale por peteneras la mayoría de las veces. Ojo, las ideas sobre el aborto son muy respetables: no me refiero e eso, me refiero a unas amenazas con excomunión que son extemporáneas, y que además no se mencionan, por ejemplo, para los propios pederastas que hay en la propia organización. Incluso algún obispo ha “justificado” estos casos de pederastia en el ambiente sexualmente procaz que se respira.

Porque, en el sexo, los desahogos son peligrosos. Pero da igual, se seguirán “tapando” los desahogos de unos pocos defendiendo al mismo tiempo el celibato de todos con desahogo onanista. Se seguirá defendiendo la “honestidad” del llamado método ogino y la potencial excomunión del que se ponga un preservativo –da igual SIDA, da igual todo-, de ahí que muchos integristas sigan esperando los días clave para “desahogarse” dentro del canon.

Sea como sea, y lo peor para la Santa Madre Iglesia, es que a muchos, ya desde Enrique VIII de Inglaterra, le importa un pimiento la excomunión. Un pimiento con condón, o sin condón.

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LA GRAN VÍA

19 de Abril del 2010 a las 12:03 Escrito por Jaime Aguilera

Pasear por la Gran Vía de Madrid.

Pasear, detenerse, pasear. Pasear por la Gran Vía de Madrid en una mañana de domingo primaveral, cambiante y fresca.

Pasear por una Gran Vía abierta al público veinticuatro horas y sin reserva alguna de derecho de admisión: abierta para el africano de Radio Futura; abierta para los que siguen instalados en el fantasma de la “movida madrileña”; abierta para los limpiabotas; abierta para los solitarios; abierta para los turistas japoneses; abierta para los bohemios; abierta para funcionarios de Nuevos Ministerios; abierta a señores mayores con bigote franquista; abierta a los Ministros de Economía de la Unión Europea, que acaban de pasar escoltados por motoristas y sirenas…

Pasear, detenerse, pasear. Sentado frente al edificio de la Telefónica, como el Santiago Biralbo de “El invierno en Lisboa”, espero a mi Lucrecia. Porque todos en la Gran Vía buscamos o esperamos algo: el amor perdido, el amor urgente, el amor encontrado. Buscamos, y seguimos buscando, como si fuéramos un Sisífo rodeado de taxis, de gente andando, de coches, de autobuses…

Pasear, detenerse, pasear. Sigo caminando en dirección a la calle Alcalá y llego justo enfrente de donde Antonio López retrató magistralmente esta entrada de la Gran Vía. Una Gran Vía que está de cumpleaños: cien años de soledad, cien años de esperanzas y desilusiones. Cien años en los que la Gran Vía ha sido testigo de excepción de la historia de nuestro país, y testigo especial de parte de la historia de mi educación sentimental.

Comienza a llover, caen gotas sobre el Capitol, sobre el Palacio de la Prensa, sobre la Teléfonica, sobre el Metrópolis… Caen gotas sobre esta vía grande en la que muchos hicieron, y muchos otros seguiremos haciendo mientras podamos, parada, e incluso fonda.

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JANE BOWLES

13 de Abril del 2010 a las 9:35 Escrito por Jaime Aguilera

Me enamoré de ella cuando ya estaba muerta. Aunque, mejor dicho, no me enamoré de ella exactamente sino de su personaje. Incluso podría decir que fue un doble enamoramiento: fue viendo “El cielo protector” de Bertolucci, fue viendo esa película donde me enamoré de la actriz –Debra Winger- y del personaje –un trasunto de la escritora Jane Bowles.

Me enamoré de su pelo corto y de su boina. Más tarde vi la primera foto de la Jane Bowles de carne y hueso: en unos rocas, junto a un mar que quiero pensar que es el Mediterráneo, junto a su marido Paul Bowles. Volví a enamorarme de su cuello, real no de ficción, rasurado, y de su mirada ausente y hospitalaria, vital y angustiada.

Busqué más películas de la Winger, y me llevé la sorpresa de que era la misma actriz de “Oficial y caballero”-se ve que la miraba con otros ojos-. Y sobre todo, gracias a esa búsqueda originada por “El cielo protector”, descubrí la colosal y entrañable “Tierras de penumbra”.

Busqué la biografía de Jane Bowles y, claro está, me enamoré todavía más de un personaje bohemio y contradictorio. Descubrí que había muerto en la ciudad donde vivo, en Málaga, y ello, además de hacerme enamorar más de ella –supongo que por cercanía-, me llevó a buscar su tumba en un cementerio equivocado: el de San Rafael.

Y ha sido la Málaga que la vio morir la que le está rindiendo un merecido homenaje en forma de recitales, visitas a su tumba, proyecciones de películas y una exposición –”El mundo de los Bowles”- donde hay fotografías que recrean los años maravillosos de un Tánger cosmopolita y seductor.

He ido a ver la exposición y he vuelto a ver la foto donde está Jane con un loro y con un gato, o la otra donde está con su marido y con Truman Capote.

Pero no he querido ver otras fotos, porque he vislumbrado decrepitud y tristeza, soledad y locura. Incluso me estoy planteando si leer alguna novela suya o no.

Porque hace ya algún tiempo que me enamoré de un personaje, de una mujer que nació en Nueva York, vivió en Suiza y en Tánger, y murió en Málaga: y he decidido que la cruda realidad no me va a estropear el idilio que me he montado yo solito.

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RESURRECCIÓN EN LA MALAGUETA

5 de Abril del 2010 a las 19:00 Escrito por Jaime Aguilera

No pasó nada extraño en la Pensión Triana de Javier Ruibal para que llegara Resurrección y no hubiera toros. Todo lo contrario, por tercer año consecutivo, y para envidia de la Maestranza sevillana, Jose Tomás hacía el paseíllo en La Malagueta en tan señalada y taurina fecha.

Y lo hacía esta vez, con otro de mis preferidos, el francés Castella: uno de los pocos que no sólo están dispuestos sino que consiguen hacerle sombra al gran maestro de Galapagar, aunque cada vez más afincado en Estepona.

La tarde algo ventosa y algo fría tuvo sus momentos buenos y no respondió del todo al aciago presagio de “corrida de expectación, corrida de decepción”. Sobre todo por la quietud impasible de Tomás y Castella mientras los astados acariciaban su taleguilla en busca de una muleta que bailaba serena en la brisa marina.

Parafraseando al Dr. Trujillo, con quién compartí conversación y burladero, diré –dado los tiempos que corren- que voy a los toros por dos motivos: porque me da la gana y porque recibo una ganancia emocional que sólo el arte y la belleza me procuran.

Parafraseando al escritor Antonio Gala, con quién tuve el honor de conversar y enfrentarme en buena lid como morantista confeso, él, y tomasista irredento, yo, diré que el hecho de que vaya a los toros no quiere decir que no me gusten los animales ni que disfrute con su sufrimiento; más bien todo lo contrario.

Parafraseando al periodista Enrique Romero, con quién hablé hace unos días y que también estaba en el callejón, diré que cuando se conoce al toro bravo desde que nace en el campo es curiosamente cuando más se defiende el último rito que nos queda en Occidente: las corridas de toros.

Parafraseando al cantante y poeta Joaquín Sabina, con quién nunca he hablado pero que también estaba en una barrera de la Malagueta, diré que respeto profundamente a aquellos que no le gusta esta fiesta, y que es difícil que unos nos convenzamos a los otros, ya que, al menos desde nuestra posición, no se puede explicar con razones lo que básicamente son pasiones.

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