EL CUENTO DE LA SELVA VERDE

22 de Junio del 2014 a las 21:38 Escrito por Jaime Aguilera

Dedicado a mis jóvenes lectores del Colegio “Los Guindos”…

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BARTOLO

22 de Junio del 2014 a las 21:28 Escrito por Jaime Aguilera

Hace diez años publiqué un artículo titulado “Gatos y perros fotocopiados”. Hablaba sobre la posibilidad que ofrecía la empresa Genetic Savings & Clone de clonar tu mascota por unos cuantos millones de pesetas. Esa tarde de hace diez años, en mi paseo vespertino, en un momento de intimidad, en mitad del bosque de pinos, miré a los ojos de mi perro Bartolo y le he pregunté si quería seguir viviendo después de morir: no me dijo nada y se ha limitó a requerir que le tirara el palo una vez más.

Ayer, Bartolo me miró por última vez, doce primaveras después de que me lo entregara Julieta con el nombre provisional de Roberto. Acabábamos de volver de Estados Unidos, mi mujer y yo llevábamos dos años casados pero todavía no teníamos hijos; de ahí que mi padre, con su ironía particular dijera: “tanto tiempo esperando un nieto y el primero que me viene es negro”. Negro, con el hocico y los calcetines blancos.

Después, para tranquilidad de mi padre, sí vinieron los hijos y los sobrinos. Para todos ellos fue una de las primeras palabras que nombraron: Bartolo. No sólo eso, para mi hijo Fernando fue la primera que leyó sin saber leer, en la gasolinera de Ventas de Zafarraya, simplemente porque el restaurante y la perrera tenían escritas las mismas letras y en el mismo orden: Bartolo.

Bartolo fue un perro reseñado a nivel académico. Al profesor de la Complutense que formaba parte del tribunal de mi tesis doctoral le llamó la atención que mi perro estuviera entre los agradecimientos preliminares: no era para menos, durante muchas tardes permanec sentado a mi lado, o en la terraza, mirándome y esperando pacientemente para dar su paseo. Algo parecido le ocurrió a mi mujer cuando el tribunal, que examinaba seriamente su curriculum para acreditarla como profesora titular de universidad, le agradeció el gesto de haber añadido expresamente a Bartolo entre los miembros de su familia.

Pero Bartolo no fue nunca a la Universidad, su campus fue El Morlaco, el Pilar y la Vicaria: en este triángulo campestre persiguió como un felino ardillas, perras y cabras montesas. Me acompañó en caminatas kilométricas entre riscos, chaparros y pinos, solo o acompañado, a pie o a caballo, con sol, con niebla, con lluvia, o con nieve. Era conocido entre los niños como “el perro escalador”, porque subía trotando paredes de tierra prácticamente verticales. Su fuerza fue imponente hasta hace un mes, tanto que el veterinario le seguía diciendo con doce años “Indurain”, por el bombeo potente de su corazón.

Porque durante doce años Bartolo ha sido la tercera “pe” de mi necesario paréntesis diario: paseo, perro, pipa. Han sido aproxidamente 4530 paseos. Tantos, dios mío, que me falta el aire si pienso en que tendré que dar el 4531 sin él, sin mi Bartolo.

Bartolo era cruce de pitbul, pointer y boxer, y supongo que por su genética siempre ha sido dominante y peleón, pero hasta eso echo ahora de menos: hasta estar asustado al cruzarme con otro macho o tener que recoger sus excrementos, o tener que atarlo porque estaba dispuesto a arañar cualquier puerta si había cohetes o tormenta.

Y si con otros machos era una lucha sin cuartel, con los más pequeños se ponía a su disposición como un juguete más. Victoria, sin llegar al año, le metía la manita con comida en su boca y Bartolo la separaba cuidadosamente de sus dedos. Más de un niño se ha montado encima de él como si fuera un caballo, o ha querido ser el primero en llevarlo de su correa. Ha sido convertido en reno de Papa Noel para tirar de un carrito o de un patinete. Ha estado pendiente de ellos, hijos, sobrinos y amigos, mientras chapoteaban en la piscina, ladrando e incluso tirándose al agua porque pensaba que corrían peligro. El reconocimiento a toda una vida dedicada a los niños llegó en este último San Fernando, cuando fue nombrado mascota de honor de la Orden del Búho del Morlaco. El último en llegar, Luisito, lo primero que hacía al llegar al casa era saludarlo señalándolo con el dedo, sentía devoción por él, de ahí que fueran bautizados juntos en San Miguel de Miramar, hermanándose cristianamente para siempre.

Por mi parte, el hermanamiento definitivo fue cuando nos aparecieron las primeras canas al mismo tiempo, fue como si un pacto de sangre antigua se hubiera sellado entre nosotros.

Bartolo siempre ha sido uno más, la abuela Matilde siempre le pedía un regalo a los Reyes Magos para él, y por su parte Bartolo siempre estaba dispuesto a acompañarla en un paseo fresco y tempranero. La abuela Guendi lo abrazaba como a un nieto más, el primero, el negro. Hasta llegó a ser un hermano para la tortuga Benita, dejándola que durmiera junto a él en una esquina de su perrera.

Si ahora recuerdo a Bartolo lo primero que me asalta en su mirada, una mirada con un toque vago de nostalgia, de tristeza, de complicidad y de sabia comprensión. Lo rememoro mirando a los niños mientras jugaban, mirándome a mí mientras esperaba, mirando a los barcos en el horizonte encaramado al pollete de la ventana, como si fuera un farero.

Cuando le pregunté si quería que lo fotocopiara, hace diez años, no dijo nada. Sin embargo, su silencio fue clarificador. Si Bartolo se convirtiera en una sucesión especular de muchos Bartolos fotocopiados, si dejara de ser único e irrepetible, entonces ya no habría diferencias entre él y un perrito de peluche de una tienda de todo a un euro.

Te doy, te damos, las gracias, Bartolo, por haber de nuestros días un rincón más pleno de vida. Te doy, te damos, las gracias, Bartolo, por darnos la más bella leccióin de lealtad y compañía. Pase lo que pase, estés donde estés, siempre seguirás con nosotros, porque en nuestra memoria agradecida no te habrás ido del todo.

Gracias, Bartolo.

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ISIDRO RAMOS REGIFE, JEFE DE MENORES

12 de Junio del 2014 a las 19:50 Escrito por Jaime Aguilera

Necrológicas Diario Sur 2 de junio 2014

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Subo por la calle que va hacia el colegio electoral, muy cerca de la casa de Isidro. La primavera malagueña de Pedregalejo te explota en la cara: el turquesa del mar; el verde de la araucaria, del ciprés, del pino, del castaño de Indias…, un verde que prodigiosamente se mancha con el fucsia de la buganvillea y el malva de la jacaranda; y la luz: esa luz vespertina, dorada y acogedora que sólo, que casi únicamente se da -no lo duden- en nuestra tierra malagueña. No es día de muerte, es tarde de domingo, de playa, de paseo, de elecciones, de resaca futbolera…; y sin embargo, Isidro se nos ha ido: su destino no ha podido esperar al otoño de sus días, porque la muerte, esa dama blanca de aliento frío, no entiende ni de estaciones ni de domingos soleados.

Para muchos de nosotros Isidro ha sido, y lo seguirá siendo, un maestro. Hasta tal punto de que se hablaba de la “escuela isidrista”, o del “isidrismo”. Porque ha sido alguien del que aprendimos que la primera virtud de un jefe no es mandar, sino escuchar. Alguien del que aprendimos que la primera virtud de un servidor público no es servirse, sino servir. Alguien del que aprendimos que, pase lo que pase, no cabe la resignación, sino la lucha: la misma que, dando ejemplo, ha mantenido durante los diez meses de su enfermedad, hasta su último suspiro.

Para muchos de nosotros Isidro ha sido, y lo seguirá siendo, un padre. Mi propio padre, el otro, el de verdad, se lo dijo la primera vez que le vio, hace casi veinte años: “mira por el niño, y haz que se porte como es debido”. Y lo hizo, conmigo y con muchos más, guiándome por el camino de la discreción, de la honradez y de la satisfacción del deber cumplido.

Para muchos de nosotros Isidro ha sido, y lo seguirá siendo, un amigo. Un cómplice con quien practicar el sexo del alma, que no es otro que una buena conversación. Sin ir más lejos, el pasado verano, en una visita a raíz de conocer su enfermedad, platicamos y conversamos de todo -incluido su cáncer-, de todo menos de la dichosa crisis: de las últimas películas que había visto en el Albéniz con su compañera cinéfila -su mujer, Paqui-, de los viejos tiempos, de los conventos de clausura de Sevilla que visitaba su madre con más de noventa años, de los libros que acabábamos de leer, de la Toscana… Yo iba a regalar ánimos al enfermo, y fue el enfermo quien me regaló a mí complicidad, risas, sabiduría, esperanza, amistad… y una de las mejores tardes de ese verano.

La primavera exuberante malagueña ha sido cruel, y no ha querido esperar, y se ha adelantado al otoño suave de los días menguantes. Pero para mí, para muchos de nosotros, nunca llegará el otoño de la desmemoria; todo lo contrario, siempre anidará en mi sentimiento, en nuestro recuerdo, la luz primaveral de su magisterio, de su paternidad y de su amistad.

Descanse en paz.

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