REFUGIADO DENTRO DE SEPTIEMBRE

30 de Septiembre del 2015 a las 11:27 Escrito por Jaime Aguilera

Publicado en  Tribuna de Diario Sur el 29-09-15: 

 http://www.diariosur.es/opinion/201509/29/refugiado-dentro-septiembre-20150929003848-v.html

Abro el periódico. Las páginas de todas las mañanas de septiembre están manchadas con la sangre, el sudor y las lágrimas de los refugiados que esperan agazapados en las fronteras de la vieja Europa, huyendo del miedo, huyendo de la muerte. Pero, tranquilos, no voy a ofrecer la enésima solución de tertuliano al respecto: entre otras cosas porque solo hay una y es utópica, porque no hay refugiados si no hay guerra. Y si no queremos intervenir con muertos europeos encima de la mesa (porque no hay petróleo de por medio); y si, por tanto, el conflicto es inevitable, entonces es Europa quien debe ir en busca de los refugiados, y no al revés; es Europa quien debe acoger a quien lo necesita desde la misma Siria, y no desde el muro de la frontera húngara y con mafias de por medio.

Pero he prometido no hablar de lo que todo el mundo habla en este septiembre. Me he prometido a mí mismo, y ya lo estoy incumpliendo, no hablar de refugiados en septiembre sino, simplemente, de septiembre.

Tierra mojada. Huelan conmigo. Cierren los ojos. Disfruten durante solo unos segundos de lo que, estoy seguro, es también uno de los olores de su infancia, de su memoria más agradecida. La primera lluvia llega con septiembre, y con ella deja el primer reguero aromático de un campo segado en el Trabuco, una tierra que vuelve a exudar olor de vida para nuestro deleite, lo mismo que un pinar en El Morlaco malagueño cuando abre sus brazos a una gota de lluvia que es mensajera del incipiente otoño. Olores de septiembre, como el de los libros del colegio recién comprados y abiertos por primera vez, no para leerlos sino para meter la nariz y aspirar, aspirar con los ojos cerrados, y seguir después oliendo la goma de borrar, y el plástico para forrarlos. Más de un niño echará de menos este ritual mientras espera junto a sus padres en la alambrada de la soñada Europa, sin saber siquiera sin este año irá al colegio.

O el sonido lejano de la orquesta. Este es, para mí, una de las piezas principales de la banda sonora de septiembre. Y lo mismo les ocurrirá a todos a aquellos que celebren las fiestas de su pueblo en este mes. Volver a ver a amigos, bailar pasodobles o lo que toque hasta que llegue la madrugada. Llegar a casa cansado y cerrar la ventana porque ya hace frío, refugiarse entre las sábanas mientras sigue sonando la orquesta, a lo lejos, como un rumor convertido, septiembre tras septiembre, en nana improvisada para adultos que siguen queriendo ser niños. Pero no puedo evitar, lo intento pero no puedo, pensar qué orquesta de su pueblo escucharán los adultos que intentan dormir algo en una tienda de campaña prestada, junto a su familia partida en dos, esperando un papel en lengua extranjera que les deje pasar el puesto fronterizo, escuchando lejos, no el rumor de la música de su memoria sino el crepitar de las ruedas de un tren en el que todavía no han podido subir.

La luz de una tarde de playa. Los que tenemos el privilegio de vivir todo el año en el paraíso de la luz y la placidez esperamos, egoístas e impacientes, a que se vayan las aves migratorias vacacionales, las que han inundado las playas en agosto y ya han vuelto a sus cuarteles de invierno. Es entonces cuando volvemos de las montañas, cuando salimos de nuestro escondrijo y nos vamos, solos o en familia, a disfrutar de una playa semivacía donde ya hay más vecinos que extraños, donde el agua del mar todavía mantiene la temperatura adecuada, donde la brisa ya no es canícula y donde, sobre todo, la luz es única. Faulkner adoraba la luz de agosto, Guillén la luz del mediodía malagueño en el paseo de Melilla, a mí me subyuga la luz de la playa en una tarde de septiembre, una luz tibia, que transita entre la claridad cegadora y el ocaso, entre las ínfulas del verano y la humildad del otoño. Y lo intento pero no puedo, no puedo pasear por la playa sin que la imagen de Aylan Kurdi en la playa turca se anteponga en mi retina. Porque esa misma luz de septiembre que me dulcifica y este mismo mar Mediterráneo que me acaricia han dejado varado, para siempre, a este barquito de vela que comenzaba a navegar.

Y septiembre llega a su fin. Y miles de personas siguen llamando a las puertas del asilo del próspero y educado Occidente mientras yo vuelvo a pedir un asilo, que ya tengo concedido de antemano, en la mano hospitalaria de un septiembre más, y ya van unos cuantos. Y mientras miles de personas son refugiados en el mes de septiembre yo soy, por fortuna, otro año más, un refugiado agradecido en el seno maternal y cálido de este mes prodigioso. Soy un refugiado no en, sino dentro de.

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EL “CLICK” DE LA IMAGINACIÓN

9 de Julio del 2015 a las 8:49 Escrito por Jaime Aguilera

Publicado en Tribuna de Diario Sur el 6/07/2015

http://www.diariosur.es/opinion/201507/06/click-imaginacion-20150706003046-v.html

Recientemente murió un hombre que no era ni político, ni actor de cine ni jugador de fútbol. Este señor tenía una fábrica en una ciudad alemana de nombre impronunciable y se llamaba Horst Brandstätter. Sí, sé que posiblemente con estos datos seguirá siendo para usted, amable lector, un desconocido. Sin embargo, si remato la información describiéndolo como el creador de los ‘clicks de Playmobil’ -es España también llamados de ‘Famobil’-, los mismos que nos acompañaron en la infancia a más de uno, entonces sí que reconocerán ya, por fin, a alguien que era más conocido para muchos, niños y mayores, en todo el mundo, como ‘Papá Playmol’.

La noticia ha removido en mí las brasas dormidas, pero nunca apagadas del todo, de una infancia que siempre vuelve, quizás porque sea la única y verdadera patria que ya nos anunciaba Rilke. Mi memoria agradecida ha vuelto a saborear, relamiéndose en las cenizas de un paraíso no perdido del todo, el bote grande de detergente ‘Colón’ que me servía para guardarlos (porque éramos ecologistas sin saberlo). He vuelto a revivir el ritual previo de juntarnos los amigos para diseñar, vestir y colocar todas las figurillas: indios, vaqueros, piratas, enfermeras y policías, todos revueltos en el valle de una antigua cochera cuyas montañas eran sacos apilados de matalahúva. Jugábamos en casa, en la calle o en el campo: recuerdo perfectamente dos ‘motoristas’, verdes y blancos, como la Guardia Civil, que tenían como misión para salvar a la humanidad controlar el paso por el puente más grande del mundo, un puente sobre un río amazónico que no era otra cosa que la humilde acequia de una huerta.

Y mi diligencia. No la película de John Ford que después analizábamos en como cinéfilos en la Ciudad Universitaria de Madrid. No: era una diligencia mucho más sencilla, una diligencia roja tirada solo por dos caballitos de plástico. Porque para muchos niños fue el barco pirata (se calcula que se han fabricado más de 16 millones de estas embarcaciones con la bandera de las tibias y la calavera); sin embargo lo que a mí me trajeron los Reyes Magos fue una sencilla diligencia que tuvo que actuar en varias épocas de la historia, porque además de indios y vaqueros, transportó a soldados imperiales y a médicos de urgencia, porque los mismos motoristas del río amazónico tuvieron que abandonar su puesto para escoltarla ante el acecho de los piratas. Hace un par de años, las inundaciones que hubo en mi pueblo, en el Trabuco, se llevaron todos los juguetes que había en el sótano. Sólo se salvó, in extremis, rescatada entre el fango, la Nancy de mi hermana. Sin embargo, mi diligencia de los ‘clicks’ se perdió para siempre, como el trineo de Ciudadano Kane.

Menos mal que antes le había dado los ‘clicks’ que conservaba a mi hijo. Lo hice con todas las armas, cascos y petos metidos en una lata de carne de membrillo de Puente Genil. Tengo que reconocer que me hizo más ilusión a mí donarlos, que a mi hijo recibirlos. Pero al menos comprobé con gozo que había un juguete que unía a dos generaciones.

Porque los ‘clicks’ se siguen fabricando. Actualmente se fabrican 100 millones de ‘clicks’ al año, todos en la planta que la empresa tiene en Malta. Eso son 3,2 ‘clicks’ cada segundo. De hecho, en la última edición que organizamos del concurso de minitronos en el colegio Parque Clavero, el ganador, con todo merecimiento, fue una Santa Cena malagueña, con trece ‘clicks’ encima, disfrazados de Cristo y apóstoles, y muchas ‘clicks’ haciendo un pulso como reinvidicativas mujeres de trono.

Y es que todo es posible con varios ‘cliks de famobil’: muñequicos de 7,5 centímetros de altura divididos en siete partes, sin rodillas, sin codos, teniendo siempre la misma expresión en la cara. Decía nuestro ya difunto Papá Playmol que «un adulto no se impresiona con la figura de un ‘Playmobil’, porque es muy simple, su atractivo está en las historias que provocan en la imaginación de los niños, que es infinita».

Desde 1974 se han fabricado más de 2.800 millones de ‘clicks’. Si todos ellos se hubieran puesto de acuerdo para hacer una fila y dar el pésame a la familia biológica de su Gepetto particular, la cola que se hubiera formado habría dado 3,4 veces la vuelta al mundo.

Y seguramente la línea del Ecuador terrestre también se hubiera quedado corta si hubieran dado el pésame los millones de niños que juegan, o que alguna vez han jugado, con un ‘click’ en la mano. Un ‘click’ que no hace sonar una tecla de móvil ni de ordenador, un ‘click’ que no está escrito en ninguna pantalla, un ‘click’ que sólo depende de una imaginación efervescente para que comience a funcionar durante muchísimos años, incluso generaciones; eso sí, una vez activado el funcionamiento de este ‘click’, sus pantallas de juego son infinitas.

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PINCHANDO EN HUESO CON CERVANTES

27 de Abril del 2015 a las 11:13 Escrito por Jaime Aguilera

Publicado en Tribuna de Diario Sur 27/04/2015

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Hace un año murió Gabriel García Márquez. Ese día hojeé de nuevo una recopilación de cuentos de Gabo que compré en La Habana. Y ese mismo día también puse en la mesilla de noche una de mis novelas preferidas del colombiano: “El amor en los tiempos del cólera”. Me di cuenta de que había pasado más de un cuarto de siglo desde que la compré y la leí: y el tiempo no había pasado en balde por la edición del Círculo de Lectores. En sus páginas iban apareciendo manchas de humedad amarillentas que lo convertían en un ejemplar único, en un amigo que me había acompañado por distintas habitaciones y ciudades. El continente, al envejecer junto a mí, había cobrado vida propia y se había fundido mágicamente con el contenido: tenía delante de mí casi un escenario mitológico, con un Mediterráneo lleno de gallinazos y un Caribe donde se adoraban a los espetos asardinados. Volví a leer la novela y disfruté de nuevo y de forma distinta, como sólo es posible con una obra maestra que se sedimenta y se metamorfosea con la lluvia de los años y de la memoria agradecida. Para que luego digan que es mejor un libro electrónico, que nunca te acompañará ni envejecerá contigo.

Era mi homenaje íntimo y póstumo a Gabo; el mismo que defienden muchos a raíz de los huesos encontrados y atribuidos a Cervantes en el convento de las Trinitarias de Madrid. El único tributo al genio de Lepanto consiste en leer sus obras, no en remover sus huesos, proclaman muchas voces autorizadas y académicas –algunas de ellas en este mismo periódico. Y yo digo que caben las dos cosas, que no son incompatibles sino complementarias, que honramos la memoria de Don Miguel volviéndolo a leer y erigiendo un sitio visitable en el lugar donde reposa el hipotético “polvo enamorado” que nos queda de él. ¿Por qué no?

En este país de “criticones” nos laceramos todos porque todavía no hemos encontrado los restos de García Lorca abandonados “vilmente” en el barranco de Víznar. Durante siglos hemos practicado el deporte nacional del sarcasmo, de la envidia y autodefenestración por no tener un lugar de peregrinaje como tienen los angloparlantes con la iglesia shakesperiana de Stratford Upon Avon o con la Abadía de Westminster. Nos hemos mortificado por tener ilocalizables, o en fosas comunes a poca distancia unas de otras, lo que queda de los genios de nuestro Siglo de Oro universal: Cervantes, Lope de Vega o Calderón de la Barca. Nos hemos molido a palos los unos a los otros echándonos en cara que hemos extraviado, que no hemos buscado y encontrado estos históricos y mitificados huesos. Y ahora que nos ponemos a la faena y nos acercamos a cajas de madera con las iniciales M. C. resulta que hacerlo también era una solemne tontería. No hay quien entienda a este país.

Parece ser que es casi una blasfemia remover los osarios y pretender montar un “circo turístico” con un monumento que ni siquiera puede demostrar científicamente con el ADN que efectivamente eso es lo que queda de Cervantes y su mujer. ¿Y por qué no?

Siempre que puedo me gusta alojarme en el barrio de las Letras madrileño: me gusta pasear por el hedor castizo y fariseo de las mismas calles por las que vivieron, escribieron, se enamoraron y murieron los genios a los que admiro. Y no dudo de que más de uno se quiera aprovechar, y se aproveche, de un tirón turístico de lo que hasta ahora era el tranquilo convento de clausura donde se enterró a Cervantes por no tener dinero. Y ya sé que tampoco podemos asegurar a ciencia cierta que los huesos escogidos sean los mismos que dieron vida al caballero de la triste figura. Pero, en el fondo, qué más da. Es más, utilizando el mismo argumento de que lo único que se puede hacer para honrar la memoria de Cervantes es leer su obra, si con este “invento funerario” se consigue que alguien, de cualquier parte del mundo, que acuda a visitarlo lea, aunque sólo sea un fragmento, la obra cervantina: si ocurre eso, el dinero gastado y el “montaje” visitable ya estará justificado.

Cualquier excusa es buena, yo mismo tuve que escribir una novela sobre un biógrafo maldito de Cervantes para leerme completas, por primera vez, y con más de cuarenta años, las aventuras de nuestro ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.

Utilizando el argot taurino, para algunos, hemos pinchado en hueso con toda esta historia de la búsqueda de los restos de Cervantes. Y yo digo que pinchando los huesos cervantinos ni mucho menos hemos pinchado en hueso, porque habrá más de uno que por sus supuestos huesos se convertirá en un huesudo lector.

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GUERRA CONTRA LAS FALTAS DE “HORTOGRAFÍA”

15 de Abril del 2015 a las 18:26 Escrito por Jaime Aguilera

 http://www.diariosur.es/opinion/201503/26/guerra-contra-faltas-hortografia-20150326001938-v.html

No recuerdo los años que tenía cuando leí el bando del alcalde en una calle de mi pueblo, pero sí recuerdo que me llamó mucho la atención: “Se ase saber…”. El seseo cordobés del Trabuco y, supongo, la falta de lecturas placenteras con muchas haches habían delatado al paisano redactor municipal.

Yo me ruboricé al verlo, pero no hice nada. Ahora bien, si en ese momento hubiera pasado por allí un guerrillero de Acción Ortográfica Trabuqueña la corrección, para escarnio público del funcionario infractor, hubiera sido inmediata. Al igual que están haciendo en las calles de Madrid, Quito, Bogotá o Ciudad de México. Y es que es curiosa esta iniciativa rebelde que ha sacado a la calle guerrillas urbanas que recorren las ciudades impartiendo justicia ortográfica. Al contrario que otras bandas que delinquen y que atacan el orden establecido, estas tribus persiguen justamente lo contrario, que las empresas o, peor aún, las instituciones públicas cumplan con las normas que ellas mismas pretenden que cumplamos. Resulta casi una actitud paradójicamente transgresora que algunos, con la espada del grafiti como única arma y la corrección académica como única bandera, irrumpan contra las imperfecciones del sistema. Se hacen llamar Acción Ortográfica o Unión de Correctores. No están dejando títere sin acento en la cabeza de su primera vocal, y han despertado tanta admiración en mí que me estoy planteando seriamente militar clandestinamente en su facción malagueña.

Porque años después que me “isieran” saber en mi pueblo el bando municipal, el destino quiso que tuviera que escribir muchos textos administrativos y literarios. En uno de ellos, en la última novela –“El criado que descubrió a Zervantes”- algunos se extrañaron de que hubiera una clamorosa falta de ortografía en el título. Es obvio que lo hice adrede, precisamente para llamar la atención del anónimo lector, y precisamente también para poner el acento –nunca mejor dicho- sobre la importancia de la ortografía, e incluso sobre la posibilidad de otras ortografías más sensatas.

Dicen los de Acción Ortográfica de Quito que todo comenzó con un grafiti callejero que tenía tantas faltas de ortografía que no se entendía. De esta forma, “Para qué y porque mi amor por ti por mi lo siento…” pasó a ser “¿Para qué y por qué, mi amor? Por ti, por mí, lo siento…” Porque llevan razón los hermanos ecuatorianos, porque efectivamente los signos de puntuación, de exclamación y de interrogación son fundamentales para transmitir con eficiencia y belleza el mensaje, con la pausa y la cadencia necesarias.

Porque la ausencia de una coma convierte un grito (“No me callo”) en un silencio (“No, me callo”).

Y lo mismo sucede con los acentos borrados injustamente de todas las mayúsculas: una ignominia demasiado extendida que convierte, por ejemplo, una academia de idiomas (“ACADEMIA DE INGLÉS”) en una extraña academia anatómica (“ACADEMIA DE INGLES”). De ahí que con toda justicia poética uno de estos grupos, el autodenominado Acentos Perdidos centre su cruzada ortográfica en esta epidemia cultural en contra de las diminutas tildes.

Por otro lado, todo lo anterior no quita que no nos podamos plantear algunos cambios ortográficos. Ya lo defendía así el protagonista histórico de mi novela –Bartolomé Gallardo- en su “Ortografía” de principios del XIX. En sus conclusiones concibió una zeta con todos los sonidos vocálicos, y honrar así, de forma más unificada, la lengua de su amado “Zervantes”. Porque, por los mismos motivos, no tiene mucho sentido que una misma oclusiva se pueda escribir con tres letras distintas, la “c”, la “q” y la “k”: “que” en esto el “castellano” es “casi” un “kiosco”. Por eso proponía también eliminar, como ya hicieron nuestros primos italianos, todas las haches mudas iniciales. Por no hablar de heridas “aviertas” innecesariamente en nuestras escolares, que no entienden por qué palabras que suenan igual se escriben arbitrariamente con “b” o con “v”.

En definitiva “la guerra abierta y zervantina contra las faltas de hortografía” debe de tener este doble sentido: el que todos nos tomemos consciencia de la importancia de escribir con corrección, porque sólo así transmitiremos nuestro mensaje con la pausa, la hondura y la eficacia necesarias, para que cale así tanto a nuestra inteligencia efervescente como a nuestra alma ávida de belleza. Pero al mismo tiempo sin que ello nos lleve a abandonar nuestro espíritu crítico y abierto a nuevas formas de comunicación, nuevos tiempos para una lengua como la castellana que nunca ha dejado de estar viva, en constante movimiento, y que por ello no debe renunciar a códigos que la hagan más sencilla, más coherente y más entendible.

Ese al menos ha sido el humilde objetivo de esta Tribuna. Ese, y otro más inconfesable: evitar que los de Acción Ortográfica, corrijan el título de mi novela en cualquier biblioteca o en cualquier librería. Menudos son ellos.

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UNA NUEVA TRANSICIÓN, YA

2 de Marzo del 2015 a las 19:10 Escrito por Jaime Aguilera

http://www.diariosur.es:80/opinion/201503/01/nueva-transicion-20150301005121-v.html

Hace un tiempo, con ocasión de la muerte de Adolfo Suárez, aproveché esta tribuna para elogiar la figura del abulense y, por extensión, la del periodo al que ya va unida esta figura y que todos conocemos como la Transición. Tras leerlo una buena amiga, profesora de la Universidad Carlos III y también articulista a la sazón, me contestó que no sacraliza para nada la Transición. Paso a contestar.

No pretendo sacralizar la Transición hasta el punto de no admitir que no tuvo defectos. Ahora bien, estoy dispuesto a defenderla frente a los muchos arribistas dispuestos a firmar su certificación de defunción, precisamente para usarlo como certificado de nacimiento de un “nuevo amanecer”: miedo me dan, solo hay que acudir a la historia, los que se convierten en demiurgos mesiánicos de nuevos periodos históricos, los que se erigen en matronas de una nueva criatura que casi siempre termina convirtiéndose en un muñeco totalitario confeccionado a su medida.

Es cierto que el contexto se lo ha puesto fácil: la muerte de Suárez, la abdicación de la otra gran figura de la restauración democrática, el rey Juan Carlos, el órdago secesionista catalán, el deterioro de la vida pública y la profunda crisis económica han sido el caldo de cultivo ideal para alimentar la idea de que algo nuevo es necesario, un nuevo día que insufle esperanza frente a la noche oscura a la que nos somete “la casta política”.

Pero la rabia del indignado, de la que también soy partícipe, no nos debe cegar la perspectiva. No debemos olvidar el hecho de que defienda la memoria de una Transición que, entre otras cosas, me permite escribir esta Tribuna con total libertad.

Ahora bien, eso no quiere decir que esté de acuerdo con la situación actual del sistema. Insisto, no estoy ciego. Todo lo contrario, también yo cargo contra “la casta” y pienso que es imprescindible darle la vuelta al calcetín: la gran diferencia es que, aunque parezca paradójico, cuento con “la casta” para este giro. Dicho de otro modo, es necesario un cambio del cambio, una nueva transición desde las mismas instituciones que hicieron la primera.

Y para ello acudo a la experiencia que siempre nos aporta la historia, con sus aciertos y sus errores. De ahí que hable de una nueva transición, ya. Si Torcuato Fernández Miranda urdió junto al Rey Juan Carlos y a Suárez el “suicidio” político del régimen franquista por sus propias Cortes, ahora se hace necesario repetir el mismo jaque ganador, el mismo suicidio de lo que tiene que renacer.

Para ello es necesario un gran pacto entre los partidos políticos que compre un nuevo traje a una democracia con el vestido de novia lleno de manchas de corrupción y partitocracia. Pero tengo claro que quiero seguir con la misma novia, y no quiero experimentos que terminen prohibiéndome escribir esta tribuna. Por ello deseo, no sin cierto escepticismo, que los partidos políticos se den cuenta de una puñetera vez que tienen que hacer lo que ya se hizo hace 40 años: “suicidarse” de muchas cosas para cambiar el traje sin cambiar de novia.

Y lo primero es desvestirse de la partitocracia de la que los políticos son actores, los medios de comunicación cómplices y la sociedad en general encubridora: degüellan a veinte cristianos coptos salvajemente pero todo el espacio y todas las tertulias en los medios son para las zancadillas de un partido en Madrid y para la fiesta de cumpleaños de un futbolista. En este país solo hay dos partidos: los políticos y los de fútbol. Así nos va y así no podemos seguir si queremos ser una sociedad democrática madura. He conocido a muchos políticos honrados y vocacionales, y la política es una noble vocación de servicio público, pero no debería ser nunca ni la vocación del servicio a los intereses del “partido”, ni un oficio para ganarse la vida como sea, ni una excusa para meter la mano.

Y lo segundo es ponerse de acuerdo de una puñetera vez en cosas por encima de cualquier dichoso partido político: el modelo territorial (incluida la función del Senado), el sistema judicial (el único que quizás no se haya reformado nunca desde la Transición), la ley de partidos (incluyendo, como no, normas claras para el acceso a un puesto político y para la corrupción) y el sistema educativo (es vergonzoso que cada partido cambie las normas cuando llega al gobierno). Eso para empezar.

Que la situación sea crítica tiene de bueno que debería abrir los ojos al propio sistema, a la propia “casta”, pero de nada sirve si no madura la determinación, por encima de todo, incluso de golpes de estado, de la que hicieron gala los protagonistas del tránsito a la democracia.

Y hace falta ya, no podemos esperar más.

Han pasado cuarenta años y es necesario una nueva “ley para la reforma política”, un nuevo vestido de novia para una nueva transición, ya. Precisamente para que todos estos cuarenta años no terminen en un “divorcio a la venezolana”.

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1814-2014: BICENTERARIO SIN PENA NI GLORIA

23 de Diciembre del 2014 a las 12:55 Escrito por Jaime Aguilera

PUBLICADO EN TRIBUNA DE “SUR” EL DÍA 22/12/2014

Termina el año 2014. Un año en el que se han recordado dos efemérides hasta la saciedad. Por un lado, en clave internacional, se ha celebrado el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial en 1914. En este sentido, este verano pasado, pude comprobar en suelo inglés como en Londres, en los pueblos, en las fiestas, en las casas de campo, en los aeropuertos, en cualquier medio de comunicación… se conmemoraba una y otra vez, hasta la saciedad, el inicio de la que fue llamada en su día Gran Guerra, y que tantas vidas costó en el continente europeo.

Por otro lado, en clave regional, y con tintes claramente politizados y proselitistas, Cataluña –y especialmente el gobierno catalán- ha celebrado no el triunfo sino la derrota de la opción que apostaba por la Casa de Austria en la Guerra de Sucesión española y que, a la postre, supuso el final de los fueros catalanes con los Decretos de Nueva Planta: una pérdida de derechos que impuso el vencedor, el instaurador de la nueva casa reinante en España: el Borbón Felipe V.

Sin embargo, ha pasado desapercibido, sin pena ni gloria, el bicentenario de nuestro triunfo contra el invasor francés en la Guerra de la Independencia. Resulta curioso, y casi paradójico, que la fecha que se intercala matemáticamente entre 1714 y 1914 no haya aparecido en actos políticos, institucionales, o simplemente en los medios de comunicación. La única fecha que no supuso ni el inicio de una guerra ni la derrota de otra: porque de los tres años que manejamos y que terminan en 14 la de 1814, insisto, fue la única victoria, y sin embargo no se ha hablado nada de ella. Y curiosamente también tuvo una lectura –como 1914- claramente internacional y europea, porque supuso la primera derrota –con la ayuda inglesa- del imbatible Napoleón. E igualmente tuvo una lectura en clave catalana: porque no cabe duda de que nombres catalanes como los de Gerona o el Bruch están íntimamente unidos a esta victoria, catalanes y catalanas que justamente cien años después de luchar contra un Borbón francés lucharon, y murieron, por defender una España unida con fuerza contra el invasor francés. Ahora, da la sensación de que estos payeses nunca existieron.

Se hace necesario recordar, ahora en pura clave localista, que muchos malagueños y malagueñas, organizados en eficaces guerras de guerrillas, arrancaron las plumas del águila imperial que hasta ese momento lo había arrasado todo. Se hace necesario recordar que personajes como el gobernador militar malagueño Teodoro Reding –sí, el del paseo o del de la calle Reding- será quien mande a las tropas españolas en la batalla de Bailén, siendo, por tanto, el artífice de la primera victoria sobre un cuerpo de ejército de Napoleón en toda Europa. Repito, el primero: ¿se imaginan ustedes la que se hubiera organizado en cualquier otro país de Europa si Reding hubiera estado entre sus paisanos? Yo les anticipo la respuesta invitándoles a que hagan un seguimiento de todo lo que ya, antes de que empiece el año, hay ya organizado para conmemorar la batalla de Waterloo que, vuelvo a insistir, no fue la primera derrota napoleónica pero, claro está, tuvo la suerte de no acontecer en nuestro suelo patrio.

¿Y por qué ocurre esto? No se puede simplificar, pero coincidirán conmigo en que hay varias causas que se perciben a simple vista. La primera es que desconocemos nuestra historia; pero, sobre todo, la primordial, es que la idea de España como nación está de capa caída, básicamente por razones puramente políticas y cainitas, porque sigue habiendo dos Españas, y últimamente quizás más de dos. Porque nos avergonzamos de nuestra bandera a menos que ganemos un mundial de fútbol.

De nuevo, a riesgo de ser repetitivo, tengo que traer a colación el presagio de Bartolomé Gallardo, el personaje histórico que protagoniza mi última novela, en plena Guerra de la Independencia: “no dudo de que venceremos a los franceses, pero no sé si venceremos a nosotros mismos”.

Sirva esta humilde tribuna como merecido y reivindicativo homenaje al bicentenario de la última gran victoria de un pueblo español unido; es más, que ha demostrado en quinientos años que si está unido, y sólo si se mantiene unido, puede conseguir lo que se proponga. No tienen más que repasar lo que ocurrió después: todo un sería un desastres como las guerras Carlistas, Cuba, Marruecos, la Guerra Civil… y menos mal que no hubo guerra, y que nos unimos de nuevo con la Transición. Una Transición, por cierto, que maravilló al mundo con sus logros y con espíritu de concordia y que por desgracia –no tenemos remedio- de nuevo está hoy en entredicho.

Así que ya saben, ya que en altas esferas nadie lo ha hecho, tengan ustedes -como diría Cervantes, “discretos lectores”- un pensamiento de orgullo para sus antepasados, que hace justo doscientos años fueron los primeros en Europa que vencieron al pequeño Gran Emperador.

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¿POR QUÉ NO SE HA IDO EL FRANQUISMO DE NUESTROS RELOJES?

27 de Octubre del 2014 a las 18:50 Escrito por Jaime Aguilera

 Publicado en la Tribuna del Diario SUR el 25-10-14

 

 

La madrugada del próximo domingo cambiaremos de nuevo los relojes. Después de un mes de agosto viviendo en el horario británico, cada día me convenzo más de la irracionalidad de nuestros horarios. Ya me di cuenta cuando residí medio año en Estados Unidos, allí pude comprobar como cualquier familia trabajadora norteamericana podía pasar más tiempo con sus hijos en el día a día. Y no es una cuestión anglosajona: también pude connotar en Italia que nuestro país es distinto al resto del mundo, sea mediterráneo o sajón, centroeuropeo o escandinavo; que el famoso “Spain is different” cobra aquí todo el sentido, en este caso, y en mi modesta opinión, para nuestra desgracia.

España asumió el horario actual, el que se corresponde con la Europa Central, en el año 1942. Franco lo cambió por decreto para coincidir con el horario alemán nazi, fue una decisión política por razones bélicas en plena II Guerra Mundial. Pero nuestro horario solar coincide con Portugal, Reino Unido o Marruecos, y no tiene ningún sentido que más de setenta después, y casi cuarenta después de la muerte del dictador, todavía sigamos siendo una burbuja europea con un “jet lag” artificial de una hora. Bien es verdad que, una vez retornados a lo geográficamente correcto, los nostálgicos echarían de menos el famoso “una hora menos en Canarias”; pero es que da la casualidad que el meridiano que marca la hora canaria y la hora peninsular está en el mismo huso.

Sin embargo, hay que reconocerle al régimen franquista que, aunque con un poco de retraso, sí marcaba en la televisión a los más pequeños la hora de ir a la cama -piensen los que peinan canas en la familia Telerín, por ejemplo-. Pero ahora, con la desmesura de la TDT, los niños tienen a su disposición canales infantiles en abierto venticuatro horas. Ya pueden imaginar ustedes la cara de sorpresa de mis hijos cuando veían que, en pleno agosto, los canales infantiles de la BBC dejaban de emitir a las seis de la tarde. Somos el país de la Unión Europea que menos duerme, y parte de la culpa está en un “prime time” televisivo que empieza dos horas más tarde que el resto de países y que invade la madrugada con total impunidad.

El tercer horario a cambiar es el laboral y/o comercial. También gracias a la autarquía franquista se fue imponiendo la necesidad de más horas de trabajo, de esta forma fue surgiendo una doble jornada, la de mañana y la de tarde, con un parón de dos horas en mitad que se fue consolidando y que solo existe en nuestro país. Un horario que quita horas de estar casa a los que quieren vivir en familia y, peor aún, que sirve de coartada para muchos que no pueden -o no quieran- volver a casa temprano porque tienen “mucho trabajo”. En definitiva, es mentira el tópico de los vagos españoles: trabajamos más horas que los mismísimos alemanes, lo que ocurre es que nuestra productividad es peor, sencillamente porque no se trata de aprovechar el tiempo sino de “echar horas” en el lugar de trabajo y, para colmo, presumir de ello delante del jefe, de los amigos o de la mujer.

Pero de nada sirve modificar los tres horarios, el oficial, el televisivo y el laboral, si seguimos haciendo bandera de la impuntualidad. En este país, ser puntuales está reservado a los raros y a los apretados. Lo elegante, incluidas las bodas, las fiestas y los eventos públicos es llegar un poco tarde, a poder ser el último, para ser la estrella. Todavía recuerdo a un conferenciante sobre este tema -los horarios- recriminar al propio alcalde de Málaga que llegara más de media hora tarde a su intervención. Nuestro tiempo, el de todos, es muy valioso, y ser impuntuales es una patente falta de respeto al tiempo del otro, que también vale su peso en oro. En consecuencia, ser puntuales y exigir a los demás lo mismo no es ser apretados ni raros, es sencillamente tener un mínimo de educación.

La paradoja es que después de tanto tiempo -decenios- es difícil cambiar la forma de organizar ese tiempo de la rutina diaria. Pero por algo hay que empezar, y lo más fácil es volver a cambiar lo que hace más se setenta años se cambió por decreto. Tan sencillo como que el Consejo de Ministros nos devuelva a nuestro huso horario natural. Y si algo tan fácil no se hace es porque hay razones ocultas que no quieren explicar o porque estamos rodeados de ineptos.

Está claro que este cambio legal no va a cambiar de la noche al día todo esta cultura de “echar horas y horas” en el trabajo. Pero por algo se empieza, y desde luego el cambio de huso horario se puede convertir en una modificación que sirva de catalizador para muchos otras, que marque al fin el camino de la coherencia con nuestros vecinos europeos y occidentales.
Lo dicho, ya es hora de que al horario franquista le llegue su hora.

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BARTOLO

22 de Junio del 2014 a las 21:28 Escrito por Jaime Aguilera

Hace diez años publiqué un artículo titulado “Gatos y perros fotocopiados”. Hablaba sobre la posibilidad que ofrecía la empresa Genetic Savings & Clone de clonar tu mascota por unos cuantos millones de pesetas. Esa tarde de hace diez años, en mi paseo vespertino, en un momento de intimidad, en mitad del bosque de pinos, miré a los ojos de mi perro Bartolo y le he pregunté si quería seguir viviendo después de morir: no me dijo nada y se ha limitó a requerir que le tirara el palo una vez más.

Ayer, Bartolo me miró por última vez, doce primaveras después de que me lo entregara Julieta con el nombre provisional de Roberto. Acabábamos de volver de Estados Unidos, mi mujer y yo llevábamos dos años casados pero todavía no teníamos hijos; de ahí que mi padre, con su ironía particular dijera: “tanto tiempo esperando un nieto y el primero que me viene es negro”. Negro, con el hocico y los calcetines blancos.

Después, para tranquilidad de mi padre, sí vinieron los hijos y los sobrinos. Para todos ellos fue una de las primeras palabras que nombraron: Bartolo. No sólo eso, para mi hijo Fernando fue la primera que leyó sin saber leer, en la gasolinera de Ventas de Zafarraya, simplemente porque el restaurante y la perrera tenían escritas las mismas letras y en el mismo orden: Bartolo.

Bartolo fue un perro reseñado a nivel académico. Al profesor de la Complutense que formaba parte del tribunal de mi tesis doctoral le llamó la atención que mi perro estuviera entre los agradecimientos preliminares: no era para menos, durante muchas tardes permanec sentado a mi lado, o en la terraza, mirándome y esperando pacientemente para dar su paseo. Algo parecido le ocurrió a mi mujer cuando el tribunal, que examinaba seriamente su curriculum para acreditarla como profesora titular de universidad, le agradeció el gesto de haber añadido expresamente a Bartolo entre los miembros de su familia.

Pero Bartolo no fue nunca a la Universidad, su campus fue El Morlaco, el Pilar y la Vicaria: en este triángulo campestre persiguió como un felino ardillas, perras y cabras montesas. Me acompañó en caminatas kilométricas entre riscos, chaparros y pinos, solo o acompañado, a pie o a caballo, con sol, con niebla, con lluvia, o con nieve. Era conocido entre los niños como “el perro escalador”, porque subía trotando paredes de tierra prácticamente verticales. Su fuerza fue imponente hasta hace un mes, tanto que el veterinario le seguía diciendo con doce años “Indurain”, por el bombeo potente de su corazón.

Porque durante doce años Bartolo ha sido la tercera “pe” de mi necesario paréntesis diario: paseo, perro, pipa. Han sido aproxidamente 4530 paseos. Tantos, dios mío, que me falta el aire si pienso en que tendré que dar el 4531 sin él, sin mi Bartolo.

Bartolo era cruce de pitbul, pointer y boxer, y supongo que por su genética siempre ha sido dominante y peleón, pero hasta eso echo ahora de menos: hasta estar asustado al cruzarme con otro macho o tener que recoger sus excrementos, o tener que atarlo porque estaba dispuesto a arañar cualquier puerta si había cohetes o tormenta.

Y si con otros machos era una lucha sin cuartel, con los más pequeños se ponía a su disposición como un juguete más. Victoria, sin llegar al año, le metía la manita con comida en su boca y Bartolo la separaba cuidadosamente de sus dedos. Más de un niño se ha montado encima de él como si fuera un caballo, o ha querido ser el primero en llevarlo de su correa. Ha sido convertido en reno de Papa Noel para tirar de un carrito o de un patinete. Ha estado pendiente de ellos, hijos, sobrinos y amigos, mientras chapoteaban en la piscina, ladrando e incluso tirándose al agua porque pensaba que corrían peligro. El reconocimiento a toda una vida dedicada a los niños llegó en este último San Fernando, cuando fue nombrado mascota de honor de la Orden del Búho del Morlaco. El último en llegar, Luisito, lo primero que hacía al llegar al casa era saludarlo señalándolo con el dedo, sentía devoción por él, de ahí que fueran bautizados juntos en San Miguel de Miramar, hermanándose cristianamente para siempre.

Por mi parte, el hermanamiento definitivo fue cuando nos aparecieron las primeras canas al mismo tiempo, fue como si un pacto de sangre antigua se hubiera sellado entre nosotros.

Bartolo siempre ha sido uno más, la abuela Matilde siempre le pedía un regalo a los Reyes Magos para él, y por su parte Bartolo siempre estaba dispuesto a acompañarla en un paseo fresco y tempranero. La abuela Guendi lo abrazaba como a un nieto más, el primero, el negro. Hasta llegó a ser un hermano para la tortuga Benita, dejándola que durmiera junto a él en una esquina de su perrera.

Si ahora recuerdo a Bartolo lo primero que me asalta en su mirada, una mirada con un toque vago de nostalgia, de tristeza, de complicidad y de sabia comprensión. Lo rememoro mirando a los niños mientras jugaban, mirándome a mí mientras esperaba, mirando a los barcos en el horizonte encaramado al pollete de la ventana, como si fuera un farero.

Cuando le pregunté si quería que lo fotocopiara, hace diez años, no dijo nada. Sin embargo, su silencio fue clarificador. Si Bartolo se convirtiera en una sucesión especular de muchos Bartolos fotocopiados, si dejara de ser único e irrepetible, entonces ya no habría diferencias entre él y un perrito de peluche de una tienda de todo a un euro.

Te doy, te damos, las gracias, Bartolo, por haber de nuestros días un rincón más pleno de vida. Te doy, te damos, las gracias, Bartolo, por darnos la más bella leccióin de lealtad y compañía. Pase lo que pase, estés donde estés, siempre seguirás con nosotros, porque en nuestra memoria agradecida no te habrás ido del todo.

Gracias, Bartolo.

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NUNCA VOTÉ A SUÁREZ EN UNAS EUROPEAS

20 de Mayo del 2014 a las 22:39 Escrito por Jaime Aguilera

Tribuna Diario Sur 20-05-2014

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Nunca voté a Adolfo Suárez en unas europeas. Recuerdo perfectamente los coches con las pancartas de la UCD recorriendo calles y haciendo sonar el claxon. Recuerdo el librillo color ocre de la Constitución de 1978 en un cajón de mi casa. Recuerdo la incertidumbre en las caras de mis padres ante una palabra extraña: democracia. Fue la equidistancia entre la seguridad conocida y lo nuevo por conocer lo que hizo que mis padres, como tantos otros, si votaran a Adolfo Suárez. Pero entonces yo no tenía edad para votar.

Es más, nunca voté a Adolfo Suárez. Hubiera podido hacerlo en una ocasión, en las Elecciones Generales de 1989, pero no lo hice porque era la primera vez que votaba, era un estudiante malagueño que vivía en Madrid, tenía que votar por correo, y mi único argumento político entonces era preguntarme por qué los andaluces -que aportábamos más de sesenta escaños de la Cámara Baja- teníamos menos diputados que vascos y catalanes. Es ahora, un cuarto de siglo después, cuando me doy cuenta que la exhortación de Suárez de que no lo quisiéramos tanto y lo votáramos más también iba dirigida a un votante primerizo como yo.

Nunca voté a Adolfo Suárez, ni siquiera en unas europeas. Con el paso del tiempo, con los estudios constitucionalistas, con el maravilloso programa televisivo de Victoria Prego sobre la Transición y con las lecturas sosegadas -la última la recomendable “Anatomía de un instante” de Javier Cercas- fui madurando como votante y como demócrata. Y fue entonces cuando tomé conciencia de la importancia de la figura de Adolfo Suárez. O mejor dicho, de la importancia del triángulo compuesto por el rey Juan Carlos, Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda. Casi con toda seguridad, si hubiera faltado uno de estos tres vértices no se hubiera producido un giro desde una dictadura a una democracia que es estudiando como modelo en todo el mundo. Los tres habían jurado fidelidad a las Leyes Fundamentales del Movimiento y los tres querían lo que creían que el pueblo quería: un cambio hacia una Monarquía Parlamentaria. Por eso, con el conocido “de la ley a la ley a través de la ley”, idearon algo inaudito: que las Cortes franquistas votaran someter a referéndum su propio suicidio como régimen político. Así, desde la legalidad vigente y desde la legitimidad de las urnas, España, en un tiempo récord y sin otra guerra civil de por medio, se convertía en una moderna democracia europea.

Nunca voté a Adolfo Suárez en unas europeas. Pero si quise votarlo como presidente de la Tercera República Española, hasta que se hizo público, en 2005, que padecía la terrible enfermedad del Alzheimer. Desde ese año, con Suárez enfermo y Torcuato Fernández Miranda fallecido, ya solo puedo votar al tercero del triángulo virtuoso, a Juan Carlos de Borbón, como presidente de la Tercera República. Porque soy republicano, pero también juancarlista, que como bien dice el maestro Alcántara: Dios guarde muchos años al rey Juan Carlos, hasta que merezcamos tener un régimen republicano. Suárez hubiera sido un buen jefe de estado, quizás el único posible en un país que sigue teniendo dos Españas dentro de su seno, y que algunos se empeñan en resucitarlas una y otra vez, a pesar del esfuerzo de Adolfo Suárez en enterrarlas juntas para siempre.

    Nunca voté a Adolfo Suárez, pero me hubiera gustado hacerlo en las próximas europeas, porque en el fondo no hubiera votado a ningún partido político sino a Adolfo Suárez. Porque Suárez demostró que en momentos cruciales es más importante un buen político que un partido político. Porque quizás Suárez fue el primer mártir de una partitocracia que a veces no mira por el interés de todos sino por el interés del partido. En momentos como los actuales, más que partidos políticos necesitamos políticos que sepan ver por encima de ellos. Políticos -no partidos- admirables, admirados y amables que -no lo duden- existen, y son los únicos capaces de entender que necesitamos uno nuevos “Pactos de la Moncloa” liderados por un nuevo Suárez, que estoy seguro que también existe. Unos nuevos pactos que tengan claro los objetivos que exige un nuevo acuerdo, por encima de chatas ideologías electoralistas. Un nuevo pacto que aborde las reformas constitucionales pendientes (la del Senado clama al cielo), la redefinición del modelo territorial y el inaplazable pacto del modelo educativo.

Ahora que vamos a votar dentro de Europea sería bueno recordar que fue Suárez quien solicitó formalmente el ingreso en la Comunidad Europea, quien inició el camino para estar donde nos correspondía.

Nunca voté a Adolfo Suárez en unas europeas. Cuando pude votarle no lo hice porque mi miopía política no veía más allá de Despeñaperros. Y ya después no pude porque nunca se presentó como candidato a la presidencia de la III República Española o al Parlamento de Estrasburgo. Al menos reposara eternamente junto a otro europeísta presidente republicano: don Claudio Sánchez Albornoz. Un antiguo Secretario General del Movimiento y un Presidente de la República en el exilio, juntos, en el claustro de una rancia y castellana catedral católica: la concordia fue posible.

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GABO Y GAVARBETTI

23 de Abril del 2014 a las 20:52 Escrito por Jaime Aguilera

Leí por primera vez a Gabo en la adolescencia. Fue su “Crónica de una muerte anunciada” en un ejemplar tomado a préstamo en la Biblioteca de la Diputación Provincial, cuando todavía ésta estaba situada en la Plaza de la Marina. Tanto me gustó que me autoregalé para Reyes la otra crónica, la del “naúfrago”, que era la que tenía el precio más asequible en la mítica y tristemente desaparecida librería de Negrete, en la calle Granada.

Pero la explosión de la fruición lectora llegó cuando me instalé como estudiante en una pensión madrileña que parecía sacada de “La Colmena” de Cela. Allí, en el invierno del 88, con huelga general incluida, devoré “Cien años de Soledad” en una edición de bolsillo de Círculo de Lectores.

Al año siguiente, rendido a una nueva religión que tenía a Gabo como deidad incontestable, iba en peregrinación a un bar de copas que había debajo del viaducto madrileño de los suicidas simplemente porque se llamaba “Macondo”. Los conciertos de jazz y las tardes diletantes en el Café Central eran las ceremonias religiosas donde se leía la palabra sagrada del Dios Gabo. Yo jugaba a ser un joven escritor, y García Márquez, Vargas Llosa y Muñoz Molina eran mis profetas. Fue allí, en estos templos de una bohemia solitaria e impostada, donde leí la novela que más le gustaba a Gabo pero no a mí -El otoño del patriarca- y la que más me gustó a pero no a Gabo -El amor en los tiempos en cólera.

Después se fueron las novelas y llegaron los cuentos. Mucha culpa tuvo mi profesora de Hispanoamericana en el doctorado, Guadalupe. Los “Doce cuentos peregrinos” fueron manoseados una y otra vez, fueron exprimidos palabra a palabra, en una disección que era fiel espejo de la meticulosidad con las que fueron paridas. De esa época todavía conservo una recopilación de cuentos editada con el beneplácito del régimen castrista y que compré en La Habana Vieja.

Seguía jugando a ser escritor de cuentos. Hasta que unos meses inolvidables en una buhardilla de madera azul en Harvard sacaron a la luz de nieve mi primera novela. De regreso a España decidí enviarla a un concurso y, claro está, para ello tenía que participar bajo pseudónimo: Gavarbetti.

Fue en ese momento donde nació el personaje que me unió definitivamente a Gabo, porque además nacía de él como primer espada, de Vargas Llosa como segundo y de Benedetti como tercero. Gavarbetti tomó forma como el antiguo paseante que siempre fue, como el lector que no había dejado de serlo y como el escribidor que siempre aspiraba a ser.

Recuerdo que mientras escribía la novela un amigo me decía una y otra vez la importancia de la primera frase, y para ello siempre ponía como ejemplo el inicio de “Cien años de soledad”. Fíjate como empieza esta novela -me decía-, es genial, ya no puedes parar de leer: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.

Se ve que la primera frase de mi novela nunca llegó a su altura. No gané el concurso. Pero seguí viviendo con el fantasma de Gavarbetti y seguí leyendo y releyendo a su padre, Gabo.

Después tuve la suerte de poder conversar con Vargas Llosa y con Muñoz Molina; pero nunca lo hice, y ya no lo podré hacer, ni con Benedetti ni mucho menos con García Márquez. Me hubiera gustado poder agradecerle, entre otras cosas, que gracias a él, nació Gavarbetti.

En mi segunda novela, ambientada en el siglo XIX, era improbable que saliera a relucir Gabo. Sin embargo, el fantasma de Gavarbetti exigió, como peaje por usar de nuevo su nombre, la aparición de su padre creador. Y fue así como emergió en el texto un Gabo que, al igual que el protagonista Bartolomé Gallardo, nunca perteneció a la Real Academia de la Lengua y siempre defendió cambiar algunas normas ortográficas sin sentido, como mantener dos letras, la be y la uve, con el mismo sonido y con el único fin de confundir en los dictados escolares para desánimo de los estudiantes.

En esta tarde lluviosa de abril, mientras escribo estas líneas, poseído como el monólogo de Isabel por el “espanto y el diluvio” tomo conciencia de que García Márquez ya no nos escribirá más, de que ahora ya si que somos todos “coroneles que no tenemos quien nos escriba”. Y sin embargo, hoy, años después de conocer el hielo de los Buendía, la muerte del escritor colombiano ha hecho resucitar de nuevo a Gavarbetti. No habrá más historias y más palabras de Gabo, pero las crónicas de Macondo permanecerán ahí, custodiadas por Mamá Grande para que Gavarbetti las vuelva a leer, las vuelva a pasear, las vuelva a escuchar como gotas de agua de una lluvia antigua.

TRIBUNA DIARIO SUR DIA DEL LIBRO: 23-04-14  gabo-y-gavarbetti.pdf

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