LA VUELTA AL MUNDO EN OCHENTA LIBROS

30 de Septiembre del 2013 a las 12:11 Escrito por Jaime Aguilera

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Decía Saramago que somos la memoria que nos queda y la responsabilidad que asumimos. La semana pasada, con responsabilidad doméstica y memoria poética, ordené mis libros. Resultó entonces que había dado una vuelta al mundo en ochenta libros. Mi biblioteca familiar es eso, muy familiar: poco más de un millar de ejemplares donde la mayoría son ediciones de bolsillo. Por eso no tardé mucho tiempo, dos tardes; pero fue suficiente para volver a recorrer los territorios, en el tiempo y en el espacio, de esa memoria sin la que no somos casi nada.

Volver a tener entre mis manos mi primer libro, el ejemplar de Bruguera de un “Miguel Strogoff” con ilustraciones, es sentarme otra vez en la habitación del balneario de Alhama de Granada, donde comencé a leerlo con más curiosidad que placer. Una curiosidad que se renueva ahora con la misma fuerza cuando son mis hijos los que ahora atravesarán la gélida estepa siberiana con este mismo ejemplar.

“La historia interminable” me lleva otra vez a la ilusión con mayúsculas para un niño: la noche de Reyes. Mis padres me habían dicho que si no me quedaba dormido no vendrían sus majestades, pero el nerviosismo me impedía dormir; por eso, con una linterna y debajo de las sábanas, cabalgaba página tras página por el reino de Fantasía.

“Los poemas de Alberto Caeiro” de Pessoa, en una edición bilingüe de Visor, me llevan a dos viajes iniciáticos a Lisboa. Y Lisboa me lleva a la edición de Seix Barral de “El invierno en Lisboa”, que compré gracias al aula de literatura de mi colegio mayor de Madrid. Pero esta novela de Muñoz Molina me lleva a muchos sitios además de Lisboa: me lleva otra vez a un septiembre en San Sebastián, a las noches madrileñas, a un programa de radio en mi pueblo que terminaría llevándome al matrimonio, a una buhardilla azul rodeada de nieve en Harvard donde preparo mi tesis doctoral sobre Muñoz Molina.

Vuelvo a colocar “Bomarzo” de Mujica Lainez, y me acomodo otra vez en el asiento del avión con el que cruzaré el océano camino de Buenos Aires, junto a Luis Aguilé. También cruzo el océano, pero ahora de vuelta a casa, cuando vuelvo a colocar una edición habanera de cuentos de García Márquez y la antología “Orbyta” de Lezama Lima.

Incluso hay otros que dulcifican el recuerdo febril y doloroso del viaje por las enfermedades, como “La Saga Fuga de JB” de Torrente Ballester en una magnífica colección de RBA de las que anunciaban en televisión cada septiembre, o como un “1984” de Orwell del mítico y siempre esperado Circulo de Lectores.

Del Círculo me llegó también un día “Cien años de soledad”, y esta novela me transporta en un acto mágico instantáneo a una rancia pensión madrileña de Argüelles, y la pensión me transporta a “La colmena” de Cela.

“El desorden de tu nombre” de Millás, en una edición de bolsillo de Destino, desvencijada y casi rota, me sube otra vez en decenas de trenes que atraviesan días y noches de once países de Europa, desde Irún a Estambul.

Los cuentos “Dublineses” de Joyce, en la colección de bolsillo de Alianza Editorial (bendita colección) me lleva a otra biblioteca, una de verdad, no como la mía, la del Trinity College de Dublín. Y “El Quijote” de una edición de Cátedra que me obligaron a comprar en el colegio me lleva, treinta años después, a una villa, a una casa y a un café de Florencia.

Y así puedo llegar a dar la vuelta al mundo el ochenta libros. Y es en ese momento cuando un interrogante me rodea como un asedio hostil. ¿Será posible que mis hijos, o mis nietos, puedan dar también algún día dar la vuelta al mundo en ochenta libros electrónicos?

A estas alturas del supuesto y teórico ecuador de mi vida se me hace impensable renunciar al libro como objeto físico, a su textura, a su olor, a sus anotaciones. Se me hace impensable, por tanto, hacer el recorrido que acabo de hacer en un dispositivo electrónico.

Aunque por otra parte me planteo que hay que evolucionar con los tiempos, y no renuncio a leer libros electrónicos. Haciendo una analogía me planteo que pensarían los monjes amanuenses, por ejemplo, ante la llegada de imprenta. También ellos observarían con estupor como sus miniaturas, sus filigranas y sus letras capitales ribeteadas entraban en un vía muerta de fatalidad. La diferencia, sin embargo, es que en este caso seguía existiendo el papel: el objeto físico y tangible que atraviesa territorios en el tiempo y en el espacio.

Decía Borges que siempre imaginó que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca. Yo acabo de dar una vuelta por mi paraíso particular a través de ochenta libros. No sé si algún día será posible adentrarse en el paraíso perdido de un libro electrónico.

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