QUÉ VIENEN LOS TARTAROS

27 de Enero del 2016 a las 13:16 Escrito por Jaime Aguilera

Publicado en Tribuna de Diario Sur el 13/01/2016

http://www.diariosur.es/opinion/201601/13/vienen-tartaros-20160113002525-v.html

Lo primero que íbamos a ver en nuestro fugaz y vespertino paseo por Nantes era el museo dedicado a su paisano Julio Verne. Se programó como una visita pensada más para mis hijos que para mi mujer y yo. Sin embargo, en el último minuto, metí en mi maleta mi primer libro: un ‘Miguel Strogoff’ editado por Toray en 1977 que me regaló mi tío Paco y que devoré dos años después en el balneario de Alhama de Granada, al mismo tiempo que aprendía por fin a atarme los cordones de los zapatos.

Disfrutamos al llegar a Nantes del mirador sobre el Loira, de la estatua del pequeño Verne y de la estatua del capitán Nemo mirando hacia los antiguos astilleros, hacia los barcos que recorrían el río navegable camino de cualquier parte del mundo. Disfrutamos también recorriendo las habitaciones del museo. Para mis hijos la estrella fue todo lo relacionado con el ‘Nautilus’ y sus veinte mil leguas recorridas bajo el agua. Para mi mujer, los documentos históricos en vitrinas y la sorpresa de la biografía no tan afortunada del escritor. Para mí, la estrella fueron todas las escenas del correo del zar hechas con cartón y coloreadas: un ‘Michel Strogoff au théâtre’ que pasó a ser el fondo de pantalla ideal para que me retratara, como un niño más de 45 años, con mi ejemplar de ediciones Toray en las manos.

No sólo paseé mi primer libro, también lo volví a leer de nuevo: en el aeropuerto, en el avión y, sobre todo, cuando todos estaban dormidos en el hotel. Volví a recorrer el Volga, los Urales, la estepa siberiana…, solo que ahora, más de treinta años después, ya no me enamoré tanto de Nadia, ni sufrí tanto en el momento en el que los tártaros -y los traidores- dejan ciego a Miguel Strogoff; ni me alegré tanto sabiendo que era solo una desgracia temporal. Supongo que con esta tardía y reiterada lectura disfruté más recordando sobre todo la primera, la virginal, la que quedó marcada en mi memoria para toda la vida con el mismo sable ardiente con el que cegaron los ojos del correo del zar.

Más allá de lo anterior, me di cuenta de la importancia de Julio Verne. Me di cuenta de que la lectura de sus novelas en mi infancia fue clave para mi pasión por la lectura, para mi vocación de servicio público, para pensar locamente que no hay nada imposible, o incluso para mi deleite con el cine o con los viajes. Porque quizás el Vázquez del ‘Faro del fin del mundo’ me dejó tan estupefacto que quería seguir leyendo más y más; porque cuando hice mi ‘interrail’ quizás lo único que estaba haciendo era jugar a ser un Phileas Fogg de pacotilla en ‘la vuelta a Europa en treinta y un días’; porque las aventuras del capitán Nemo o del doctor Fergusson no eran quizás sino las primeras ‘road movie’ que estaba visionando con mi imaginación sin saberlo; porque los hijos del capitán Grant, o el otro capitán que solo tenía quince años, me dejaron claro que en la vida hay traidores y compañeros, gente dispuesta a hacer cosas por el bien de todos y gente que sólo piensa en su ombligo.

Justo al acabar de leer por enésima vez mi ‘Miguel Strogoff’, en la habitación del coqueto hotel de Rennes, a las ocho de la mañana, me conecté a las noticias en Internet: leí que el presidente de la República Francesa había declarado el estado de emergencia y había cerrado todas las fronteras para impedir la fuga de los criminales. La noche anterior ya habíamos regresado al hotel con estupor, viendo cómo los franceses miraban en la televisión los atentados en París, sin dejar de escuchar la sirena de los coches de policía cada cinco minutos. Y ahora estaba amaneciendo, mi familia dormía todavía, teníamos que coger el avión de regreso a España en unas horas y no sabía si el cierre de fronteras afectaba a nuestro vuelo. La zozobra silenciosa, la rabia y la impotencia fueron invadiéndome.

De nuevo volvía a estar presente en mi vida una novela de Julio Verne, porque en ese momento, en el silencio de una amanecida de miedo y de luto, por un instante pensé que el mundo no ha cambiado, que siguen apareciendo tártaros dispuestos a sembrar el pánico y la sinrazón, que seguimos necesitando a héroes como el correo del zar para que venza la dignidad humana.

Prometo que solo fue un instante, supongo que un trastorno mental transitorio derivado de las coincidencias: durante unos segundos la que dormía no era mi mujer sino Nadia, y junto a ella los dos hijos nacidos después de nuestra boda en Irkutsk. Durante unos segundos fui un Miguel Strogoff -todos lo somos- dispuesto a defender como sea mi familia, dispuesto a luchar contra el mal, contra unos tártaros que ahora dicen llamarse Estado Islámico.

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