LUCENA

27 de Marzo del 2009 a las 10:53 Escrito por Jaime Aguilera

La primera tarde de primavera me ha sorprendido paseando por las calles y plazas de Lucena.
 El aire extrañamente tibio te invita a seguir caminando, a seguir observando con la obscenidad inocua de un consumado “voyeaur”. Abundan las heladerías que, al igual que ocurre con “Los italianos” en Granada, parecen anunciar, con la puesta de gala de sus terrazas, el inicio del buen tiempo. Abundan también las joyerías, quizás herencia de una tradición milenaria cordobesa; incluso me sorprende ver a un sastre en su pequeña tienda abierta al pública. Hay también muchas peluquerías y barberías, incluida una que presume datar de 1900.
 En la Plaza de España los niños corren detrás de una pelota. Un joven toma un café junto a su abuela, los dos charlan con una entrañable complicidad hasta que llega una pareja joven con un niño pequeño: el joven le presenta la pareja a su abuela mientras coge al pequeño en brazos.
Cruza por delante mía una señora muy mayor, cristiana vieja, elegantemente vestida, y que parece dirigirse a cualquiera de las iglesias o conventos barrocos de la ciudad; a mi derecha, una mujer con pañuelo musulmán vigila atentamente el juego de sus hijos; justo detrás, la torre del Castillo del Molar, de origen judío, completa la presencia de las tres culturas monoteístas que desde Toledo hasta Tarifa convivieron durante tantos años.
La plaza es un hervidero de gente que pasea, habla, ríe y cotillea. Da la sensación de que todavía hay ciudades donde sus habitantes han sabido apresar al tiempo y donde, gracias a Dios, todavía no han llegado a sentirse prisioneros del minutero.
 A una niña le llama la atención que fume en pipa y tome notas. Se acerca y me pregunta: ¿Usted escribe historias? Sí, claro –le respondo gratamente sorprendido con el fugaz interrogatorio. Mientras tanto, el primer atardecer de  la primavera se dilata y se recrea de una forma tan pausada que todos hemos olvidado de golpe la breve fogosidad del crudo invierno.

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DE PEPE TOMÁS NO MÁS

27 de Marzo del 2009 a las 10:53 Escrito por Jaime Aguilera

Hasta hace unos días sólo había un José Tomás que salía en los periódicos: el torero que ha conseguido devolver la ilusión a muchos aficionados; es más, el torero que ha conseguido que, después de mucho tiempo, aparezcan nuevos aficionados.
 Ahora resulta que el sastre que le hacía los trajes a algunos políticos de la Comunidad Valenciana, al parecer previo pago de varios “bin laden” de quinientos euros, también se llama José Tomás.
 A los dos, vaya por delante, por ser hoy diecinueve de marzo, felicidades por su santo; un santo, dicho sea de paso, que ha debido de cargar con una paternidad putativa que le han convertido en un segundón incomprendido.
 Sea como sea, el José Tomás torero ha querido saltar “a la arena” de los medios devolviendo la medalla de Bellas Artes que en su día le otorgaron a él, y que este año le ha correspondido a Rivera Ordóñez. El otro José Tomás, por su parte, ha querido saltar “al camp” de la polémica denunciando presuntas corruptelas políticas.
 Los dos Tomás han metido el dedo de Santo Tomás y han destapado la caja de los truenos. Ha sido entonces cuando dos bandos presuntamente irreconciliables se han hecho fuertes en sus respectivas trincheras. Para unos, después de lo que han hecho, hay que saludarlos con un efusivo “¡Hola, D. José!”. Para los otros, después de lo que han hecho, hay que despedirlos de por vida con un efusivo “¡Adiós, D. Pepito!”.
 Y es que, en definitiva, en esta España cainita, polémica y bullanguera, y como dice la canción, el sastre y el torero para unos son Don José Tomás, y para otros Pepe Tomás no más.

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TERRORISMO CALLEJERO

27 de Marzo del 2009 a las 10:52 Escrito por Jaime Aguilera

La noche del domingo pasado, fui a ver a un bar, como un españolito cualquiera, un partido de fútbol del Málaga. Lo hice, como diría el castizo, acompañado de la parienta, del “cuñao” y de la “cuñá”.
 Después, volviendo a casa contentos por la victoria de los blanquiazules, observamos con estupor como un quinceañero se dirigía contra nosotros, en motocicleta y yendo por la acera y en dirección prohibida. Nos tuvimos que apartar para no ser embestidos, pero el conductor suicida topó con el hombro de mi “cuñao” y se desequilibró un poco. Por eso tuvo que parar; insisto, encima de un estrecho acerado.
 ¿Y cuál fue la reacción del sujeto motorizado? Volverse y encararse contra nosotros, y para más inri, coger su móvil para avisar a sus amiguitos al ver que no nos arrugábamos. Fue ahí donde salió de mí el espirítu violento del periodista Amilibia (menos mal que no suelo llevar pistola) y comencé a gritarle lo primero que se me ocurrió y a levantarle el brazo en actitud amenazante.
 Me arrepiento de mi comportamiento agresivo, comprendo que lo más inteligente hubiera sido llamar a quien se supone que tiene el monopolio legal de la fuerza; o sea, la policía. Pero comprenderán ustedes que llega un momento en que a uno le pasa como al Lute, o sigue caminando con la cabeza baja o revienta.
 La próxima vez no voy a gritar ni a levantar el brazo, pero desde luego no me voy a callar y voy a llamar a la policía; aunque me esté complicando la vida. Porque no podemos tolerar que nuestras calles sean el escenario donde las nuevas generaciones campean a sus anchas con su desidia maleducada, con sus melenas iguales al viento, con sus corceles trucados de dos ruedas y con sus móviles de última generación. Porque hay unas reglas mínimas de convivencia, porque los malos son ellos y no nosotros, porque los que tienen que callar y agachar la cabeza son ellos y no nosotros.
 Salvando las distancias, estas situaciones me trasladan al País Vasco, allí los violentos se hacen dueños de las calles y la gente honrada y de bien hace voto de silencio y se mete en sus casas. También esto es otro terrorismo callejero y yo al menos no me pienso callar.

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BOLONIA

9 de Marzo del 2009 a las 10:59 Escrito por Jaime Aguilera

Hasta ahora Bolonia era una playa de Cádiz o una ciudad italiana. Ahora también es un “plan” para cambiar algunas cosas en las universidades europeas. Así que para opinar sobre el plan Bolonia me voy a trasladar mentalmente a la ciudad que le dio nombre, más que a la hermosa playa donde casi seguro que hoy corre levante.
Una vez allí, volviendo a pasear por sus plazas y por sus envejecidos soportales, me doy cuenta de lo poco que han mutado las comunidades universitarias: en algunos axiomas básicos en cuanto a principios y organización, seguimos instalados en sistemas de la Edad Moderna –por no ofender y hablar de gremios medievales.
Y ahora resulta que muchos profesores y alumnos se unen y se manifiestan en contra de un “plan” que quiere dotar de un marco común y de movilidad a las universidades europeas, de mayor contenido práctico  a las asignaturas, de mayor vinculación con las empresas. En definitiva de que no todo sea la misma inercia que, abusando de la sacrosanta libertad “ex cathedra”, se limite a dictar apuntes desfasados a futuros abogados que saldrán de la facultad de Derecho sin saber dónde colocarse en una sala de audiencias.
Resulta cuando menos curioso cómo rancios profesores y sindicatos de estudiantes le han dado la bandera rebelde de “la defensa de lo público en contra de la privatización” a alumnos aburridos: ya tienen excusa para salir de las aulas y tomar la calle en su irrisorio y particular mayo del 68. Ni siquiera se paran a pensar que lo que defienden con su rebeldía callejera sin causa es que se mantenga el “status quo” de sus catedráticos, donde el “papa estado” (en nuestro caso la mamá Junta de Andalucía) les pone el dinero que pagamos todos, y ellos hacen lo que les da la gana con su excelentísima y magnífica autonomía universitaria.
Puede estar de acuerdo con los detractores de Bolonia en que hay que tener más garantías sobre la financiación (de las becas de los alumnos, no de los presupuestos de las universidades) para que no se restrinja el acceso a un máster o a un postgrado. Pero que no me demonicen maniqueamente todo el plan Bolonia con tal de que todo siga como tal: cada uno con su cortijito-cátedra y el alumno buscándose la vida.

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EL BESO PROHIBIDO

9 de Marzo del 2009 a las 10:58 Escrito por Jaime Aguilera

Creo que no es la primera vez que aludo en estas líneas a mi agrado hacia la palabra “geltokia”, que significa en euskera sitio de despedida, y que los vascos utilizan con tino para designar a las estaciones de metro, tren o autobús. Pues bien, los pasajeros que sufren un ataque pasajero de enamoramiento suelen despedirse con un beso nada casto, pero no por ello menos amable para los que ponen a la belleza por encima del puritarismo. De ahí que lo normal en el escenario de un “sitio de despedida” sea que los actores se besen en cualquier esquina y a cualquier hora. Excepto para los usuarios de la estación Warrington Bank Quay, en las afueras de Londres, a quienes se les ha prohibido despedirse de sus parejas con un beso en la entrada de la estación.
Al parecer, la queja vino de los taxistas, a los que los enamorados obstaculizaban la zona de descarga con sus besos en medio de la vía. Está claro que San Valentín no va a ser nunca el patrón de los taxistas, y puede que después de esto, el actual titular, San Cristóbal, se esté pensando pasarle el testigo de este gremio a San Pancracio, que mira más por el dinero y por el perejil.
Y encima, lo que más coraje da, es que le estamos haciendo una publicidad estupenda a los sosos ferroviarios ingleses y a sus peseteros –o eureros- taxistas. Por eso le propongo a Renfe, o más bien a Adif, un contracampaña a la española. Una estación cualquiera de la península:  en la entrada , la famosa foto de la pareja besándose en París en 1950 de Robert Doisneau. El lema de la campaña al lado: la española cuando besa, besa mejor que la francesa y que la inglesa. Música de fondo: la zarzuela “la leyenda del beso”.
 Así por lo menos, conseguiríamos que las estaciones de tren sigan conservando su alma de viajero y de enamorado. Porque por el camino que van los ingleses,  ni  siquiera Judas se va a atrever a hacer su señal de traición en el andén de la maravillosa estación Victoria de Londres.

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