MIEDO

21 de Febrero del 2008 a las 10:28 Escrito por Jaime Aguilera

La semana pasada comencé a ver una película espeluznante que retrataba como conseguían secuestrar a mujeres en distintos puntos del mundo para hacer de ellas “esclavas sexuales”: a una niña occidental, de turismo junto a su madre por un país del sudeste asiático; a una adolescente ucraniana, engañada en su deseo de ser modelo; a una madre joven en Praga… No pude terminar de verla.
Acabo de leer en un periódico el caso de la joven brasileña que ha permanecido secuestrada desde los diez hasta los diecinueve años que tiene ahora, que ha sufrido violaciones y vejaciones de todo tipo por el animal que la tenía encerrada en el sótano del bar que regentaba, que se ha quedado embarazada dos veces (el primer bebé, que tuvo a los trece años, lo ahogó su raptor y el segundo no se sabe dónde está), y que incluso se especula con la posibilidad de que su secuestrador haya sido el asesino de su madre.
Me viene a una mente deformada por la cinefilia la cara del joven Terence Stamp, muy diferente al que después sería protagonista de “Beltenebros”, encerrando a Samantha Eggar en el sótano de “El coleccionista”.
Sin embargo, casi con toda seguridad la exasperante ficción de estas dos películas será una versión suavizada de la cruda realidad de la joven brasileña.
Si el hecho de sentarme delante de una pantalla me produce un sentimiento de impotencia y de rabia contenida, lo peor viene después cuando uno imagina y hace la natural traslación de lo imaginario a lo real.
Lo peor viene cuando intento meterme dentro de su pellejo lleno de  heridas y moratones: entonces ya no hablamos de rabia, hablamos de un miedo atroz, atávico y profundo.
Lo peor viene cuando me meto en el pellejo de mi mujer, mi hija, mi madre o mi hermana: entonces ya no hablamos de rabia o de miedo atroz, porque en ese momento te quedas sin palabras.

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LA JUNGLA DE ASFALTO

21 de Febrero del 2008 a las 10:20 Escrito por Jaime Aguilera

Dos no se pelean si uno no quiere. Intento ser ese uno, o, mejor dicho, no lo intento, porque creo que huyo de la violencia verbal y física por cuestión de carácter, porque soy así, vamos. Pero últimamente, en lo que concierne al tráfico rodado, donde el primero que voy un poco estresado soy yo mismo, hay momentos en los que me uno al otro y ya somos los dos que se necesitan para que se inicie la guerra.
Me suele ocurrir más con las motocicletas. En ciudades mediterráneas, cálidas y atascadas como Málaga, los pequeños insectos de dos ruedas ya son una pandemia crónica. Y no pasaría nada si la cosa se quedara ahí, lo peor viene cuando este ejército escurridizo en convierte en un rebaño de piratas con patente de corso para quitar los silenciadores de los escapes, para saltarse los semáforos y  los ceda el paso, y para adelantarte por tu derecha.
Y lo peor de todo es que el saqueo a las normas de educación vial es sólo el anticipo de la ausencia de normas de educación cívica. Yo soy el primero que también se salta las normas y juega a ser pirata en un momento dado, la diferencia estriba en que si mi actuación se me va de las manos y provoca un riesgo en otra persona lo mínimo que puedo hacer es disculparme y gestar un raquítico propósito de enmienda. Pero me doy cuenta de que hay muchos conductores que no son así –insisto, son clara mayoría en los jóvenes motociclistas-: cuando me dirijo a ellos para recriminarles no ya que no hayan cedido su silla de autobús a una persona mayor, sino que acaban de poner en claro riesgo su propia vida, la de mi familia y la mía propia. Pues eso, cuando les digo que, por favor, no lo hagan más veces no se crean que agachan la cabeza resignadamente; todo lo contrario, te increpan, te insultan y te comen por sopas.
Es en ese momento cuando me acuerdo del periodista Aminibia: porque entra por primera vez entre mis opciones coger una pistola y  exhibirla amenazadoramente. Y la verdad es que me doy miedo de mí mismo.
Hoy en día, la temperatura del asfalto es un buen termómetro del respeto a los demás a través de unas normas que no se han puesto gratuitamente, sino para que haya menos accidentes. No hay duda, todos, en especial nuestros jóvenes conductores, estamos contribuyendo para que el asfalto cada vez tenga más fiebre y sea más jungla.

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MADRE DESCONOCIDA

7 de Febrero del 2008 a las 10:34 Escrito por Jaime Aguilera

La semana pasada fueron encontrados dos recién nacidos en sendos contenedores de Almería y Santa Fe: el primero milagrosamente todavía con vida; el segundo, muerto y con señales de llanto en su cara.
 Me van a permitir que rescate mi latente vocación de “abogado de menores” y vuelva a criticar una sentencia de 1999 de la Sala Primera de lo Civil del Tribunal Supremo.
 En la noticia publicada por este mismo semanario se habla de que “los últimos casos de abandono de recién nacidos evidencian la falta de información de algunos colectivos”: es cierto, sobre todo los colectivos de inmigrantes.
 Pero también habla de “se puede dejar al recién nacido en el hospital sin represalias” y  “con total discreción”: esto fue cierto, y yo mismo lo he puesto en práctica recogiendo la voluntad de varias madres, pero fue cierto mientras existía la opción personal de aparecer como “madre desconocida” en la partida de nacimiento.
 Sin embargo, el Tribunal Supremo derogó esta posibilidad “por inconstitucionalidad sobrevenida”, ya que es contraria a los principios de igualdad, libre investigación de la paternidad y dignidad de hijos y madres.
 No voy a ser yo quien niegue el derecho del menor a  conocer el nombre y apellidos de la “madre que lo parió”. Pero está claro, o debería estarlo,  que si defender este derecho por encima de otros, como viene pasando desde hace años y ha vuelto ha pasar la semana pasada en Almería y Santa Fe, lleva consigo un riesgo inminente o la pérdida definitiva de la vida de la criatura de poco sirven las inconstitucionalidades sobrevenidas.
 La madre debe recuperar su capacidad para decidir ser “desconocida”, mas que nada, para que su hijo se salve de un muerte: “conocida” en estos dos casos, “desconocida” en no se sabe cuántos.
 Las huellas lacrimógenas en el cadáver del bebé de Santa Fe, lágrimas negras de porcelana, deberían hacer reflexionar a nuestros egregios magistrados. Si no es así, la Benemérita no debería buscar madres sino togas. Pero bueno, aunque sea difícil, no perdamos la “Santa Fe”.

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BOBBY FISHER Y MI AMIGO MIKEL

4 de Febrero del 2008 a las 10:37 Escrito por Jaime Aguilera

En tardes frías, algunas veces con la nieve en el ventanuco, jugaba  al ajedrez con mi amigo Miguel –Mikel, para mi mujer y yo- en el sotanillo del Real Colegio Complutense en Harvard. Todos los días me ganaba él: obviamente, porque era y seguirá siendo mucho mejor que yo. Un día, en una descubierta con alfil y torre que me sorprendió a mí mismo, conseguí acorralarlo y darle el jaque mate.
Como es natural, después de esta inesperada victoria, me negué a jugar con Mikel más veces: de esta forma le recordaba que él había sido “el último perdedor”, y le invitaba a que se fuera a jugar y a ganarle cinco dólares al viejo que esperaba sentado y sólo en Harvard Square, inmóvil ante un frío tablero arlequinado.
Mikel me decía que se rumoreaba que Bobby Fisher se había venido de Islandia y vivía de incógnito en aquel barrio tan ajedrecista. Él mismo, en una de sus bravuconadas hispánicas y etílicas, se había apostado una caja de cervezas en el Cellar´s con un tipo raro y barbudo que, por momentos, le recordaba a la cara del genial Fisher. El anónimo contrincante tumbó a mi amigo en quince movimientos y después le perdonó las cervezas.
El caso es que pocas semanas después murió el padre de Mikel y el pobre salió disparado para Zamora vía Boston-Reykiavik-Londres-Madrid. Yo no le dije nada, pero recuerdo que se me pasó por la cabeza que a la vuelta se quedará unos días en la capital islandesa para buscar al  irrepetible ajedrecista norteamericano, si es que seguía allí, y vengar al ruso Spassky.
Acabo de ver en los periódicos que ha muerto Bobby Fisher. Ha sido en Reykiavik –se ve que al final nunca se instaló en Boston- y que ha esperado la casilla de su año 64 para completar el tablero de ajedrez de su vida.
Ha sido entonces cuando me he acordado de mi amigo Mikel y del viejo de Harvard Square. He encendido el ordenador, he escrito estas líneas y he jugado dos partidas de ajedrez con un desconocido, una la he ganado y la otra la he perdido.

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