LOS CAFÉS DE LA MUERTE

29 de Junio del 2017 a las 20:44 Escrito por Jaime Aguilera

Publicado en Tribuna de Diario Sur el 29 de junio de 2017

http://www.diariosur.es/opinion/cafes-muerte-20170629005300-ntvo.html

Mientras tomó un café, mientras me acaricia la brisa fresca y portuaria de la mañana, leo en el periódico que proliferan los llamados ‘cafés de la muerte’. No piensen que son cafés donde por desgracia se ha realizado un acto terrorista; simplemente son lugares donde la gente se reúne para hablar de lo inevitable, del jinete con guadaña que nos visitará a todos, más tarde o más temprano, pero a todos: de la muerte.

La idea se le ocurrió a un sociólogo suizo Bernard Crettaz, inspirado por rituales católicos como el Día de los Muertos y por recordadas aventuras adolescentes en cementerios. Así nació el denominado Movimiento Café Suizo Mortal. La primera velada tuvo lugar en 2004, en el restaurante de un teatro de la ciudad helvética de Neuchâtel. De ahí en el año 2010 pasó a París, experiencia que recogió el periódico británico ‘The Guardian’. El artículo emocionó al londinense Jon Underwood, que fue el impulsor definitivo de la idea con varios cafés en el este de Londres. En España el primero fue el Hacedor de Charlas, en La Coruña, y desde Galicia se ha extendido a ciudades como Zarautz, Burgos, Gijón, Granada o Talavera.

Vaya por delante que nunca he estado en uno de estos cafés, pero, desde luego, no me importaría. De momento, para ir entrando en materia, les propongo tres ejercicios sencillos que podían ser claramente motivo de tertulia en uno de estos lugares:

Primero.-Visiten cementerios. Hagan el llamado necroturismo. Para muchos de mis fieles lectores es conocida mi afición por los cementerios en general, y por el Cementerio Inglés de Málaga en particular. Aunque sé que a mucha gente le cuesta trabajo, son visitas a lugares bellos y reposados. Pero en este caso, además del alimento de belleza y serenidad que da a nuestra alma, también se añade una inevitable reflexión a nuestra razón: nuestra propia fragilidad. Especialmente en tumbas de personas que murieron muy jóvenes el tempus fugit y el carpe diem de los clásicos cobran en estos paseos toda su verdad. En definitiva, de la visita a un cementerio, además de salir contento por haber visto algo bello, uno sale haciendo la traducción al castizo del latín: a vivir que son dos días, que no es poco.

Segundo.-Hagan testamento. Lo recomiendo como jurista para evitar trámites posteriores innecesarios y mucho más farragosos, además de peleas familiares. Pero ahora no les hablo como leguleyo sino como potencial tertuliano de un café de la muerte. Hagan testamento, no esperen, nunca se sabe. De entrada serán conscientes de que también ustedes -sí, no lo duden- morirán. Da igual los bienes materiales, si son muchos o pocos, o a quién se los dejemos: lo importante es que su última voluntad, no solo la material, habrá quedado fijada delante de un notario.

Tercero.-Hablen de su propia muerte. Una de las cosas importantes que aprendí de mi padre fue que hay que conversar sobre la muerte en general, y sobre la de uno mismo en particular. Todavía recuerdo un cuento que escribí sobre un personaje que observaba con placer su propio entierro. Quizás no me crean, pero me han ayudado en el duelo por su pérdida todo el guión que mi padre fijaba sobre su velatorio y funeral, las instrucciones verbales sobre pequeños detalles que él exigía que acometeríamos -si no era así amenazaba con resucitar y regañarnos-, el humor con el que designaba un marido sustituto para mi madre. Todo ello ha conseguido mitigar en parte el inevitable dolor.

En fin, la muerte da para mucho, desde el principio de los tiempos: su ineludibilidad y la idea de una trascendencia posterior han obsesionado a los seres humanos. Hay un pensamiento de don Miguel de Unamuno que siempre me ha gustado. El viejo profesor decía que cuando nos deja de interesar la inmortalidad, como creencia o como deseo, el arte nos resulta prescindible.

El propio maestro Alcántara, con su tremenda e irónica maestría, nos dice en un poema: «No pensar nunca en la muerte/ y dejar irse las tardes/ mirando cómo atardece./ Ver toda la mar enfrente/ y no estar triste por nada/ mientras el sol se arrepiente./ Y morirme de repente/ el día menos pensado./ Ese en el que pienso siempre».

Y así, con esa sabiduría, está llegando a los noventa años.

En definitiva, de eso se trata, de vivir la vida con toda intensidad, y a eso paradójicamente ayuda mucho ser consciente de la propia muerte. De ahí que me haya atrevido a recomendarles estos tres pequeños consejos.

Confío en que los tertulianos de los cafés de la muerte ya tengan excusa para su próxima conversación. Yo, por mi parte, prosigo disfrutando esta mañana de brisa suave y portuaria. Seguiré disfrutando, mientras viva, con mi café, que está de muerte.

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