PINCHANDO EN HUESO CON CERVANTES

27 de Abril del 2015 a las 11:13 Escrito por Jaime Aguilera

Publicado en Tribuna de Diario Sur 27/04/2015

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Hace un año murió Gabriel García Márquez. Ese día hojeé de nuevo una recopilación de cuentos de Gabo que compré en La Habana. Y ese mismo día también puse en la mesilla de noche una de mis novelas preferidas del colombiano: “El amor en los tiempos del cólera”. Me di cuenta de que había pasado más de un cuarto de siglo desde que la compré y la leí: y el tiempo no había pasado en balde por la edición del Círculo de Lectores. En sus páginas iban apareciendo manchas de humedad amarillentas que lo convertían en un ejemplar único, en un amigo que me había acompañado por distintas habitaciones y ciudades. El continente, al envejecer junto a mí, había cobrado vida propia y se había fundido mágicamente con el contenido: tenía delante de mí casi un escenario mitológico, con un Mediterráneo lleno de gallinazos y un Caribe donde se adoraban a los espetos asardinados. Volví a leer la novela y disfruté de nuevo y de forma distinta, como sólo es posible con una obra maestra que se sedimenta y se metamorfosea con la lluvia de los años y de la memoria agradecida. Para que luego digan que es mejor un libro electrónico, que nunca te acompañará ni envejecerá contigo.

Era mi homenaje íntimo y póstumo a Gabo; el mismo que defienden muchos a raíz de los huesos encontrados y atribuidos a Cervantes en el convento de las Trinitarias de Madrid. El único tributo al genio de Lepanto consiste en leer sus obras, no en remover sus huesos, proclaman muchas voces autorizadas y académicas –algunas de ellas en este mismo periódico. Y yo digo que caben las dos cosas, que no son incompatibles sino complementarias, que honramos la memoria de Don Miguel volviéndolo a leer y erigiendo un sitio visitable en el lugar donde reposa el hipotético “polvo enamorado” que nos queda de él. ¿Por qué no?

En este país de “criticones” nos laceramos todos porque todavía no hemos encontrado los restos de García Lorca abandonados “vilmente” en el barranco de Víznar. Durante siglos hemos practicado el deporte nacional del sarcasmo, de la envidia y autodefenestración por no tener un lugar de peregrinaje como tienen los angloparlantes con la iglesia shakesperiana de Stratford Upon Avon o con la Abadía de Westminster. Nos hemos mortificado por tener ilocalizables, o en fosas comunes a poca distancia unas de otras, lo que queda de los genios de nuestro Siglo de Oro universal: Cervantes, Lope de Vega o Calderón de la Barca. Nos hemos molido a palos los unos a los otros echándonos en cara que hemos extraviado, que no hemos buscado y encontrado estos históricos y mitificados huesos. Y ahora que nos ponemos a la faena y nos acercamos a cajas de madera con las iniciales M. C. resulta que hacerlo también era una solemne tontería. No hay quien entienda a este país.

Parece ser que es casi una blasfemia remover los osarios y pretender montar un “circo turístico” con un monumento que ni siquiera puede demostrar científicamente con el ADN que efectivamente eso es lo que queda de Cervantes y su mujer. ¿Y por qué no?

Siempre que puedo me gusta alojarme en el barrio de las Letras madrileño: me gusta pasear por el hedor castizo y fariseo de las mismas calles por las que vivieron, escribieron, se enamoraron y murieron los genios a los que admiro. Y no dudo de que más de uno se quiera aprovechar, y se aproveche, de un tirón turístico de lo que hasta ahora era el tranquilo convento de clausura donde se enterró a Cervantes por no tener dinero. Y ya sé que tampoco podemos asegurar a ciencia cierta que los huesos escogidos sean los mismos que dieron vida al caballero de la triste figura. Pero, en el fondo, qué más da. Es más, utilizando el mismo argumento de que lo único que se puede hacer para honrar la memoria de Cervantes es leer su obra, si con este “invento funerario” se consigue que alguien, de cualquier parte del mundo, que acuda a visitarlo lea, aunque sólo sea un fragmento, la obra cervantina: si ocurre eso, el dinero gastado y el “montaje” visitable ya estará justificado.

Cualquier excusa es buena, yo mismo tuve que escribir una novela sobre un biógrafo maldito de Cervantes para leerme completas, por primera vez, y con más de cuarenta años, las aventuras de nuestro ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.

Utilizando el argot taurino, para algunos, hemos pinchado en hueso con toda esta historia de la búsqueda de los restos de Cervantes. Y yo digo que pinchando los huesos cervantinos ni mucho menos hemos pinchado en hueso, porque habrá más de uno que por sus supuestos huesos se convertirá en un huesudo lector.

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GUERRA CONTRA LAS FALTAS DE “HORTOGRAFÍA”

15 de Abril del 2015 a las 18:26 Escrito por Jaime Aguilera

 http://www.diariosur.es/opinion/201503/26/guerra-contra-faltas-hortografia-20150326001938-v.html

No recuerdo los años que tenía cuando leí el bando del alcalde en una calle de mi pueblo, pero sí recuerdo que me llamó mucho la atención: “Se ase saber…”. El seseo cordobés del Trabuco y, supongo, la falta de lecturas placenteras con muchas haches habían delatado al paisano redactor municipal.

Yo me ruboricé al verlo, pero no hice nada. Ahora bien, si en ese momento hubiera pasado por allí un guerrillero de Acción Ortográfica Trabuqueña la corrección, para escarnio público del funcionario infractor, hubiera sido inmediata. Al igual que están haciendo en las calles de Madrid, Quito, Bogotá o Ciudad de México. Y es que es curiosa esta iniciativa rebelde que ha sacado a la calle guerrillas urbanas que recorren las ciudades impartiendo justicia ortográfica. Al contrario que otras bandas que delinquen y que atacan el orden establecido, estas tribus persiguen justamente lo contrario, que las empresas o, peor aún, las instituciones públicas cumplan con las normas que ellas mismas pretenden que cumplamos. Resulta casi una actitud paradójicamente transgresora que algunos, con la espada del grafiti como única arma y la corrección académica como única bandera, irrumpan contra las imperfecciones del sistema. Se hacen llamar Acción Ortográfica o Unión de Correctores. No están dejando títere sin acento en la cabeza de su primera vocal, y han despertado tanta admiración en mí que me estoy planteando seriamente militar clandestinamente en su facción malagueña.

Porque años después que me “isieran” saber en mi pueblo el bando municipal, el destino quiso que tuviera que escribir muchos textos administrativos y literarios. En uno de ellos, en la última novela –“El criado que descubrió a Zervantes”- algunos se extrañaron de que hubiera una clamorosa falta de ortografía en el título. Es obvio que lo hice adrede, precisamente para llamar la atención del anónimo lector, y precisamente también para poner el acento –nunca mejor dicho- sobre la importancia de la ortografía, e incluso sobre la posibilidad de otras ortografías más sensatas.

Dicen los de Acción Ortográfica de Quito que todo comenzó con un grafiti callejero que tenía tantas faltas de ortografía que no se entendía. De esta forma, “Para qué y porque mi amor por ti por mi lo siento…” pasó a ser “¿Para qué y por qué, mi amor? Por ti, por mí, lo siento…” Porque llevan razón los hermanos ecuatorianos, porque efectivamente los signos de puntuación, de exclamación y de interrogación son fundamentales para transmitir con eficiencia y belleza el mensaje, con la pausa y la cadencia necesarias.

Porque la ausencia de una coma convierte un grito (“No me callo”) en un silencio (“No, me callo”).

Y lo mismo sucede con los acentos borrados injustamente de todas las mayúsculas: una ignominia demasiado extendida que convierte, por ejemplo, una academia de idiomas (“ACADEMIA DE INGLÉS”) en una extraña academia anatómica (“ACADEMIA DE INGLES”). De ahí que con toda justicia poética uno de estos grupos, el autodenominado Acentos Perdidos centre su cruzada ortográfica en esta epidemia cultural en contra de las diminutas tildes.

Por otro lado, todo lo anterior no quita que no nos podamos plantear algunos cambios ortográficos. Ya lo defendía así el protagonista histórico de mi novela –Bartolomé Gallardo- en su “Ortografía” de principios del XIX. En sus conclusiones concibió una zeta con todos los sonidos vocálicos, y honrar así, de forma más unificada, la lengua de su amado “Zervantes”. Porque, por los mismos motivos, no tiene mucho sentido que una misma oclusiva se pueda escribir con tres letras distintas, la “c”, la “q” y la “k”: “que” en esto el “castellano” es “casi” un “kiosco”. Por eso proponía también eliminar, como ya hicieron nuestros primos italianos, todas las haches mudas iniciales. Por no hablar de heridas “aviertas” innecesariamente en nuestras escolares, que no entienden por qué palabras que suenan igual se escriben arbitrariamente con “b” o con “v”.

En definitiva “la guerra abierta y zervantina contra las faltas de hortografía” debe de tener este doble sentido: el que todos nos tomemos consciencia de la importancia de escribir con corrección, porque sólo así transmitiremos nuestro mensaje con la pausa, la hondura y la eficacia necesarias, para que cale así tanto a nuestra inteligencia efervescente como a nuestra alma ávida de belleza. Pero al mismo tiempo sin que ello nos lleve a abandonar nuestro espíritu crítico y abierto a nuevas formas de comunicación, nuevos tiempos para una lengua como la castellana que nunca ha dejado de estar viva, en constante movimiento, y que por ello no debe renunciar a códigos que la hagan más sencilla, más coherente y más entendible.

Ese al menos ha sido el humilde objetivo de esta Tribuna. Ese, y otro más inconfesable: evitar que los de Acción Ortográfica, corrijan el título de mi novela en cualquier biblioteca o en cualquier librería. Menudos son ellos.

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