EL CARTERO SIEMPRE LLAMA DOS VECES

21 de Julio del 2016 a las 12:07 Escrito por Jaime Aguilera

Publicado en Tribuna de Sur el 21/07/2016 

http://www.diariosur.es/opinion/201607/21/cartero-siempre-llama-veces-20160721012101-v.html

Es una mañana radiante de martes veraniego en Karelia del Sur, aunque aquí, en Finlandia, nunca se sabe, y en cualquier momento se estropea todo con una feroz tormenta. Acaba de llegar el cartero, pero no ha llamado dos veces, ni siquiera una: es más, no trae ninguna carta, ni siquiera de un banco. En la casa no hay nadie, no vendrá nadie hasta dentro de dos semanas. Ha atravesado el jardín y se ha ido directamente al cobertizo. Y como todos los martes desde hace más de un año, de nuevo ha sacado el cortacésped y al arrancarlo el ruido ha roto el silencio de la soleada mañana de martes.

Y es que en el servicio nórdico de correos -Posti- no salen las cuentan, y por eso, reinventándose una vez más, los carteros te llevan la carta y además, por módicos precios, están dispuestos a cortar el césped, preparar la comida, retirar la nieve de la entrada del jardín en el crudo invierno o limpiar la casa.

En mi infancia trabuqueña era de los pocos niños que no vivían en una casa, tanto es así que mi amigo Kiko, cuando me enviaba una carta o una postal desde Mataró, lo único que escribía en el destinatario era: ‘Jaime. Pisos’. Y llegaba. Bien es verdad que su tía, Estefanía, era la cartera de toda la vida. Es más, en la misma misiva aprovechaba el viaje postal y al lado del sello solía haber un «besos, tita».

Al cabo de muchos años, en una reunión con el director de Correos de Andalucía Oriental, cuando no sé cómo salió en la conversación mi pueblo, inmediatamente me sorprendió nombrando a la ya citada cartera: «El Trabuco, allí tenemos a la incansable Estefanía». Recuerdo que fue una conversación agradable y llena de nostalgia. Me habló del «comité de sabios» en lo que hoy es el Rectorado de la UMA: expertos que resolvían cartas con un nombre de pila erróneo, con un número de calle inexistente o con el nombre de la misma equivocado. Cartas que siempre, a pesar de los errores, llegaban a un destinatario que era conocido, que tenía esa relación cotidiana con el cartero. Incluso había aburridos que ponían a prueba a los funcionarios de Correos con jeroglíficos en las señas del anverso del sobre, o con escrituras criptográficas que eran todo un reto. Días después el amable director de Correos me hizo llegar una edición facsímil de estas cartas, tan curiosas que mi mujer las sigue enseñando en sus clases de paleografía en la universidad.

Todavía tengo guardadas todas las cartas que recibí en la pensión madrileña trasnochada de mi primer año de carrera universitaria. Eran misivas manuscritas de mis amigos del pueblo, cartas de mi novia de entonces que eran todo un regalo cuando me las daba el dueño de la pensión. No las abría inmediatamente, retardaba a propósito ese momento buscando una intimidad que me hiciera destilar el olor de las cuartillas, la letra inglesa escrita al borde del mar junto a una fotografía en un espigón de las playas paleñas. La vida la veía entonces a través de la rendija de un buzón. No sé si la vieja pensión seguirá abierta, pero lo que si estoy convencido es que los estudiantes de la Ciudad Universitaria ya no reciben cartas de amor o de amistad: el papel se habrá transformado en mensajes a través de una pantalla, que no se pueden ver a través de la rendija de un buzón, que no se pueden oler, que no se pueden tocar.

En España los envíos postales en los últimos años han bajado en más de doscientos mil, gracias a la revolución de Internet y a la competencia feroz de la mensajería privada. Aun así, Correos sigue siendo la mayor empresa pública con más de cincuenta mil trabajadores. Y menos mal que nuestros políticos se empeñan en mantener el decimonónico voto por correo, porque si la administración electoral estuviera a la misma altura que su hermana de Hacienda o la Seguridad Social ni siquiera ese reducto anacrónico estaría ya vigente.

Estefanía, como el cartero de la mítica novela de James M. Cain, y sin necesidad de un asesinato de por medio, siempre llamaba dos veces, y tres, si hacía falta, para traerme las postales con beso incluido de su sobrino. Ahora ya está jubilada, vive en una residencia de ancianos de la capital malagueña, y ahora son otros los que llaman dos veces para entrar en su habitación. Pero estoy seguro de que mis paisanas que la han sucedido en el puesto estarán dispuestas a seguir llamando dos veces en las puertas trabuqueñas, lo que sea con tal de seguir manteniendo su empleo: aunque sea para entregar una carta y -como en Karelia del Sur- preparar de paso un potaje de garbanzos.

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