LECTURAS PROHIBIDAS

16 de Febrero del 2013 a las 8:48 Escrito por Jaime Aguilera

(Nota preliminar: Ya iba siendo hora de que publicara en este blog el cuento que le da nombre y que escribí hace 23 años)

LECTURAS PROHIBIDAS

 

CAPÍTULO PRIMERO

 

Abrí la puerta del ascensor. Seguí avanzando hasta llegar al portal. Su nombre seguía estando allí, en el buzón del 3ºA: Sara Guerrero Rodas. Al salir a la calle noté una agradable y fresca brisa matutina. Me gusta dar un paseo los domingos por la mañana porque tienen algo muy especial; aunque todo el cielo esté nublado, las mañanas de los domingos son muy luminosas. Todavía era algo temprano y no había mucha gente en la calle, la mayoría estaría en la cama sudando la resaca del sábado por la noche. El sol cada vez brillaba con más fuerza y empezaba a hacer un poco de calor. Me fijé en su ventana, ¿qué estaría haciendo ahora?, lo más seguro es que estuviera todavía acostada sobre una cama con sábanas de seda, su largo pelo rubio le cubriría parte de su cara y el camisón que tantas veces había visto en el tendedero de la ropa resaltaría todas sus fantásticas curvas. Seguí caminando, no quería pensar mucho en ella porque me deprimía, me angustiaba saber que era una mujer inalcanzable para mí, para un simple empleado de banca. Sin embargo, continuaba conservando un cierto atractivo, mis ojos seguían siendo un arma letal en las conquistas, y mi pelo no mostraba ningún atisbo de calvicie. Me consolé exagerando mis virtudes, era el único antídoto si me resignaba a la idea de que nunca la conseguiría porque era algo muy superior a mis aspiraciones.

 

 

Seguía caminando pausadamente, me sentía solo al ver las calles tan desiertas, decidí acercarme al Rastro. No tuve que coger el metro porque no está lejos de mi apartamento. Allí, a pesar de la hora que era, la gente bullía por todas partes. Moros, negros, gitanos y blancos, en un gran coktail de razas, intentaban vender todo lo que podían al precio que impusiera nuestro interés. Tropecé con una barra de metal y casi atropello con mi cuerpo a una vieja que quería parecer más joven comprando pulseras estrambóticas, anacrónicas para ella.

 

Cuando ya estaba un poco harto de oler la soledad de la gente de la gran ciudad, me llamó la atención un pequeño puesto que tenía de todo. Lo regentaba un hombre de grandes patillas, su aspecto era desaliñado y, por la forma en que se expresaba, se deducía el poco tiempo que había perdido en los pupitres. Me acerqué educadamente, le pregunté cuanto valía un candelabro que parecía que era de plata. Dividí por la mitad el precio que me había ofrecido y se me quitaron las ganas de comprarlo. Estaba a punto de marcharme desilusionado por los precios del mercado cuando me enseñó un libro algo voluminoso. Lo que pedía por él era una ganga teniendo en cuenta que tenía una buena encuadernación de cuero y ribetes de oro. Parecía conservar todavía la señal indeleble de haber permanecido olvidado largo tiempo en los anaqueles de alguna pequeña biblioteca. Daba la impresión de ser una edición antigua de “Los crímenes de la calle Morgue” de Allan Poe; por lo menos, ese era el título que tenía en la portada. Pensé que por su gran volumen debería tener más relatos de este alcohólico empedernido. Al abrirlo para cerciorarme de esto, descubrí que no había ninguna sola palabra escrita en todas y cada una de sus páginas, todo era papel inmaculado. El hombre de las grandes patillas no pudo disimular su enfado y al ver que había descubierto la estafa rebajó su oferta. Sólo por el lujo de sus tapas merecía la pena adquirirlo: acepté el trato. El gesto del hombre estaba reflejando el gran peso que se había quitado de encima y yo me pregunté de dónde lo habría robado.

 

De vuelta a casa estuve dándole vueltas a mi cabeza pensando en la utilidad que podría tener aquel mamotreto. No tenía agenda y quizás ese era su destino más propicio. Hallé otro mucho mejor, sería mi diario dedicado a ella, escribiría poesías cursis y cartas desesperadas que no leerían sus ojos verdes. El proyecto me sedujo con tal fuerza que aquella mañana de domingo fue mucho más luminosa.

 

Intentaba quedarme dormido pero no lograba conseguirlo, así que cogí la extraña edición de la obra de Poe que estaba en la mesilla de noche y preparé la pluma que me regaló mi padre. Mi imaginación se emborrachó de la imagen de aquella mujer del 3ºA. La conocí hace varios años, cuando se mudó a mi bloque. Desde el primer momento en que la vi mi cuerpo se estremeció. Trabajaba como vendedora en unos grandes almacenes. Había intentado varias veces salir con ella pero no me atrevía a proponérselo; y si lograba vencer mi timidez, siempre tenía algún compromiso. Por la luz de su ventana sabía que de vez en cuando se quedaba hasta tarde por la noche, leyendo libros y libros. Tenía aires de mujer liberal, inteligente y moderna. Era maravillosa. Un repentino deseo de escribir me llevó a buscar las primeras páginas, el título del diario no lo sabía pero ya se me ocurriría alguno. En el momento de intentar engarzar las primeras palabras para dar comienzo al relato ocurrió el hecho más sorprendente de mi vida. Una serie de colores fueron apareciendo sobre el blanco papel, colores que no eran haces de luces proyectados sobre la página sino que tenían un cariz plástico o pictórico. Paulatinamente conformaron una figura humana muy difuminada al principio, pero que después alcanzó una mayor precisión de sus perfiles. Era como estar viendo a través de un cuadro viviente, o de una película de dibujos animados de alta definición. La figura alcanzó su completa delimitación: era Sara. Asustado, cerré el libro rápidamente pero, embaucado por la curiosidad de todo humano, volví a abrirlo. Al instante, se originó el mismo extraño proceso. Se podía ver de nuevo a Sara, estaba en su cocina, tenía un vestido blanco con lunares negros ceñido por un cinturón de cuero. Se frotaba las manos con extrema suavidad, sus zapatos de tacón la hacían mucho más elegante en un sitio tan poco refinado como puede ser una cocina pequeña y utilitaria.

 

Aquello era fascinante, la mujer de sus sueños no tenía secretos para él. Un deseo latente durante muchos años cobraba vida, el anhelo desesperado de aquella misma mañana se hacía realidad, sus ansias de curiosidad tenían la oportunidad de ser colmadas por aquel esotérico ejemplar para bibliófilos, o más bien para cinéfilos o amantes del cómic. Observé como ella había cenado frugalmente, lavó los pocos platos sucios, se limpió las manos y después se las volvió a refregar sobre la tela de su vestido. Se fue de la cocina, por un momento pensé que el juego de los espías sólo tenía como ámbito de actuación esa habitación pero no fue así. Sara se dejó llevar por el Puccini soberbio, delicado y profundo de “La Boheme”. Se sentó en el sillón, estiró sus atractivas piernas y se echó hacia atrás. Así permaneció varios minutos, después apagó el equipo de música y todas las luces de su piso excepto el fulgor tenue que radiaba la pequeña lámpara de su cuarto. Dejó suelto su pelo y cayó flácidamente, se desabrochó la cremallera de la espalda que tenía su vestido y dejó ver un camisón de seda finísima color hueso que se pegaba a su cuerpo por todos sus rincones. Se desprendió de él por encima de su cabeza, su piel era de un blanco suave y frágil. Su sujetador y sus bragas parecía que se resistían a abandonar su papel de eróticos continentes, pero no tardaron mucho en seguir el destino de todas sus prendas de vestir. Su desnudez se liberó de todas sus cadenas y ofrecía con orgullo su sensual plenitud. Sus pechos eran redondos y duros; sus caderas, sinuosidades perfectas; su pubis, el triángulo de la vida.

 

Durante muchos días el libro fue una auténtica obsesión, una drogodependencia. Hasta tal punto llegó el síndrome que me lo llevaba al trabajo y lo hojeaba en los servicios. Con el tiempo llegué a conocer todos los movimientos de Sara, sus aficiones, sus regímenes de comida, la rutina de su trabajo. Algunas veces se quedaba mirando por su ventana, vi resbalar por su cara más de una lágrima: sus esporádicas aventuras del fin de semana no impedían que se sintiera sola.

 

En una noche llena de decisión, y con la ayuda del alcohol, llamé a su puerta. Enseguida me reconoció y me dejó pasar. Llevaba la bata blanca, muy familiar para mí después de mis pesquisas. Me ofreció una taza de té y sin darnos cuenta estuvimos hablando hasta muy tarde. Yo jugaba con ventaja, sabía que aquella noche se sentía sola y me aproveché de ello.

 

La costumbre de las tazas de té se fue consolidando, quizás habíamos vivido demasiado tiempo aislados en nuestras celdas. En una de nuestras tertulias nocturnas le propuse bailar allí mismo, conocía su canción favorita. Cuando la seleccioné de entre sus discos sin que ella hubiera dicho nada su expresión denotó una gran alegría. La luz se fue apagando al compás de la música. Nuestros cuerpos, al principio recelosos uno del otro, perdieron todo su pudor y su cautela. El roe era continuo, el tacto se convertía en algo sensual, en el sentido más primordial de los cinco. Nos miramos, cerramos los ojos y mi boca buscó la suya en un rastreo a ciegas. Fue una velada inolvidable, pasional y sudorosa. Al amanecer todavía estábamos haciendo el amor, extenuados y ebrios de tanta voluptuosidad.

 

Nuestra relación se estrechó cada vez más. No le mencioné para nada el libro, no por temor a perderla sino por miedo a que dejara de ser mi juego favorito. Llegué a conocerla palmo a palmo, era hija única y sus padres nunca le inspiraron mucho respeto. Se escapó de casa y no más supo nada de ellos o de su familia, no volvió a tener contacto con su vida anterior. Gracias a su belleza conoció a un ejecutivo que le ofreció un buen trabajo en unos grandes almacenes; después de varios meses de relación el hombre se casó con otra joven, hija de una famoso industrial. No se reunieron más sábados en su apartamento: se lo vendió a Sara a un precio razonable porque no quería que nadie supiera nada de aquella aventurilla con una dependienta. Desde entonces Sara se estableció allí, viendo pasar el tiempo hasta que alguien compró una obra de Poe en el Rastro.

 

Las semanas pasaban y pasaban con la misma cadencia.

 

Algo puramente pasional se termina convirtiendo a la larga en algo tedioso. Hacer el amor pasó a ser un acto rutinario y falto de interés. Sara ya no tenía ningún misterio para mí, toda entera me pertenecía gracias al libro y a mi habilidad, llegué a no encontrar ningún tipo de aliciente, ningún ápice de ilusión. Todas las cosas que se hubieran podido hacer en aquella buhardilla ya habían sido experimentadas. Las reglas del juego prohibían seguir jugando si aparecía la monotonía. La diversión había tocado a su fin. El niño se había hartado de su muñeca y no entendía por qué seguir con la misma si tenía un catálogo entero donde escoger. Eso fue lo que pensé, no podía resistir la tentación que me ofrecían “los crímenes de la calle Morgue”. Desaparecida Sara, otra protagonista ocuparía su puesto en la película de dibujos animados, sería una nueva mujer que poseer invadiendo su intimidad.

 

La vida volvía a recobrar el pulso perdido. No podía aguantar más, tenía que hacer algo para pasar al segundo capítulo de la serie. Tan solo era necesario que el director la expulsara del guión, tenía que morir para que pudiera seguir jugando. Su muerte era un paso obligado y fácil de ejecutar. Sería una muerte lenta y suave. No cabe duda, sería un buen final para la representación de este drama en el que yo era el autor omnisciente.

 

Al día siguiente, con la ilusión de un niño, la amenacé con un cuchillo de cocina, se creía que era una broma pero al observar mi mirada comprendió que iba en serio. Le dije que se desnudara. Llené la bañera de agua caliente y la até de pies y manos pero dejando un pequeño hueco en sus muñecas. La amordacé para que no pudiera gritar y la obligué a que se metiera en la bañera. Con el mismo cuchillo de cocina cogí sus muñecas atadas y les hice dos cortes profundos, vi su cara de espanto y de impotencia.

 

Salí del cuarto de baño y volví a mi apartamento, abrí de nuevo lo que se había convertido en mi diario y en sus páginas pude ver otra vez la misma expresión de terror. Intentaba retorcerse y escapar pero no podía. El agua iba siendo cada vez menos incolora y más roja. Sus ojos eran pura desesperación pero al perder mucha sangre se fue adormilando y al final conservó un rictus no de tensión, sino de paz. Volví a su apartamento, la desaté y me llevé todo lo que tuviera alguna relación conmigo. Al cabo de muchos días, dos de sus compañeras de trabajo vinieron a visitarla para ver que le ocurría, al no contestar nadie llamaron a la policía. El cuerpo estaba a punto de podrirse -yo no perdía detalle con el libro- y después de conocer su vida, la policía no tuvo dudas de que aquello había sido un clásico suicidio. Su entierro no fue un entierro sino un formalismo necesario.

 

Al fin podía continuar con el juego.

 

El banco había contratado una nueva chica que apenas contaba dieciocho años, era muy guapa. Estaba pensando en su boca cuando abrí el libro por la página siguiente al ficticio primer capítulo. La imagen que apareció no era la de la nueva empleada. Era la de la tumba de Sara que estaba abierta, a su lado, ella, en vías de descomposición, me miraba directamente a los ojos. Sentí un miedo terrible, me ahogaba. La distancia del cementerio a mi casa no era precisamente una eternidad. Pulsé el botón para llamar al ascensor, no llegaba, ¿qué pasaba?, ¿por qué no subía el maldito ascensor?. Bajé las escaleras de tres en tres, el nudo de la corbata era una auténtica horca, llegué al rellano de la portería. Me di cuenta de que llevaba el libro, me mojé los dedos de saliva y los correteé buscando la última página: apareció Sara, estaba ya muy cerca de mi casa, iba disfrazada con una gabardina, unas gafas y un sombrero para que la gente no se diera cuenta de que era un monstruo que yo había creado. Cerré el libro y lo tiré a una papelera, no quería saber nada más de aquella invención satánica. Bajé al sótano en busca de mi coche, saqué las llaves y las puse en el contacto, cuando iba a arrancarlo un cuchillo de cocina que me era conocido se clavó en mi pecho. Miré a mi derecha, la satisfacción y la venganza cumplida se reflejaban en Sara. Un dolor intenso me llegó al corazón y a los pulmones.

 

Me había equivocado de sexo, el autor tenía nombre de mujer y yo era simplemente uno de sus personajes. No podía respirar, la cabeza me daba vueltas, no sentía mis piernas y mis manos no…

 

CAPÍTULO SEGUNDO

 

Mi hijo, que acababa de volver del colegio, me enseñó un libro que había encontrado tirado en una papelera. Observé su portada con detenimiento, era un gran admirador de la obra de Poe. Al abrirlo justamente por la mitad ocurrió uno de los fenómenos más singulares que me han pasado. Una serie de colores se fueron conjuntando y formando una silueta de una persona humana: su cara la había visto en algún lado. Al momento la recordé. Por la mañana había ido de compras con mi mujer, la señorita que nos atendió era la misma que ahora se me aparecía mediante este artilugio. Era muy atractiva, llevaba un vestido blanco con lunares negros ceñido por un cinturón de cuero…

 

 

 

  Madrid, invierno de 1990

 

(*) Primer premio del IV Certamen de cuento de los Colegios Mayores. Ciudad Universitaria-Madrid, mayo de 1990.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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ELOGIO Y SILOGISMOS DEL EMPRESARIO

9 de Febrero del 2013 a las 12:01 Escrito por Jaime Aguilera

No me imaginaba que le iba a molestar tanto al señor Rosell mi anterior artículo de Elogio y autocrítica del “funcionario”. El presidente de la CEOE, en una más de sus asertivas y profundas reflexiones, ha afirmado que en nuestro país sobran los funcionarios, que «sería mejor ponerles un subsidio a que estén consumiendo papel, consumiendo teléfono y tratando de crear leyes».

 

ELOGIO. En respuesta a sus palabras me voy a limitar a reseñar un brevísimo panegírico de muchos empresarios de este país -entre ellos mi padre-. Empresarios innovadores, honestos y creativos que dedican tanto tiempo y esfuerzo a su empresa que esta pasa a ser un hijo más de su familia. Empresarios que tienen como objetivo ganar dinero -está claro-, pero que tienen una visión a largo plazo donde habrán años que ganen más y otros menos, porque por encima de todo está la supervivencia de la empresa y de los trabajadores que forman parte de ella.

 

Estos empresarios, y estos trabajadores son una fuente imprescindible de creación de riqueza para nuestro país, y los funcionarios deben dedicar su papel, su teléfono y sus leyes a crear marcos legales de seguridad jurídica, proyectos de servicios públicos y obras públicas que permitan que florezcan más empresarios que ganen dinero y que creen puestos de trabajo. Porque si no hay seguridad jurídica no hay inversión, y si no hay inversión no se crean empresas.

 

SILOGISMOS:

  1. Funcionario es aquel que percibe retribuciones con cargo a las arcas públicas. CEOE y Cepyme recibieron en 2010 21,4 millones de euros de las arcas públicas. Conclusión: Rosell también es funcionario, luego SOBRA ROSELL.
  2. Mal empresario es todo aquel que no propicia lo mejor para su empresa. Una empresa no puede funcionar sin un marco mínimo de seguridad jurídica que lo proporciona el Estado y sus funcionarios. Conclusión: Rosell es mal empresario, luego SOBRA ROSELL.

Conclusión final: Rosell, siguiendo sus propios argumentos, tanto considerado en su oculta faceta de funcionario como en su pública faceta de presidente de los empresarios, ESTÁ SOBRANDO.

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ELOGIO Y AUTOCRÍTICA DEL “FUNCIONARIO”

2 de Febrero del 2013 a las 11:30 Escrito por Jaime Aguilera

Publicado en prensa escrita en DIARIO SUR  de 1/2/2013

Elogio. Cuando el “funcionario” de Larra nos invitaba a que volviéramos mañana se respiraba un cierto aire de inercia y resignación. Ahora, con la famosa “crisis”, el fuego se ha avivado y el “funcionario” ha pasado a ser el chivo expiatorio que debe ser recortado en todos sus “privilegios”, para regocijo de patricios y plebeyos. El único recorte que queda pendiente es el que se hace a tijera con forma de estrella amarilla para que lleve en su vestido, uniforme, bata o chaqueta: un sambenito que los identifique cuando vayan por la calle.

No hace falta que les diga que muchos de ellos, los más, se juegan la vida por cuatro perras que en euros no llegan ni a cuatro.

No hace falta que les diga que muchos de ellos, los más, terminaron sus estudios de bachillerato, de formación profesional o universitarios y, a continuación, renunciando a cantos de sirena en tiempos de vacas gordas, se sentaron a preparar unas oposiciones. Y consiguieron su plaza. Y tuvieron que tomar posesión en el destino a veces muy lejano que les había tocado. Y después de llevar tiempo ganando el mismo sueldo había muchos colegas que se mofaban de ellos por no unirse al carro de las vacas gordas, por seguir instalados en una mediocridad gris que nunca les sacaría de pobres, y que encima no les permitía hacer jugadas con el dinero negro porque su nómina es de un blanco fiscal inmaculado.

No hace falta que les diga que muchos de ellos, los más, dedican la mayoría de horas no del día sino de su toda su vida a darlo todo por nuestros hijos: por su nacimiento, por su inscripción en el registro civil, por su educación con una beca, por su tarjeta joven, por su seguridad, por su trabajo o por su subsidio de desempleo, por su jubilación –si es que la tiene-, por su entierro digno o por su certificado de defunción.

No hace falta que les diga que esos “funcionarios” existen, y son los más. No hace falta que se lo diga porque ustedes lo saben: saben que existen y saben además quiénes son.

Muchos de ellos, incluso, luchan para que la burocracia tenga los mínimos vicios del “buro” y de la “cracia”. Para que el “buro” pase de “ventanillas” a “windows”; para que la “cracia” pase de “autorización previa” a “declaración jurada”.

Y lo único que tienen en común todos ellos es su vocación de servicio público. Saben que les pagan para beneficio de todos y no de ellos mismos. Trabajan en aquello que en algún momento de su vida han deseado, quizás porque tenía razón Tolstoi cuando dijo que lo más parecido a ser feliz no es hacer lo que se quiere sino querer lo que se hace.

Autocrítica. Pero con la vocación y con la felicidad pasa como con el valor en la mili, que se supone, aunque siempre no exista. De ahí que también hay que reconocer que en todos sitios cuecen habas, y que también hay ovejas negras que, por desgracia para ellos, carecen no ya de un mínimo de vocación de servicio público sino del más elemental sentido de la responsabilidad. Y lo más triste, “funcionarios” que si tienen ese sentido de la responsabilidad pero se encuentran totalmente desmotivados.

Para unos y para otros, para los que tienen vocación y para los caraduras, para los motivados y para los desilusionados. Para todos sería necesario hacer un ejercicio de autocrítica y poner sobre la mesa medidas que premien a los buenos, que son los más, y que castiguen a los malos, que son los menos; medidas que pongan en valor el esfuerzo y la dedicación para con la “res publica”, y que castiguen sin titubeos la ineficiencia en una organización que es pagada por los contribuyentes a los que hay que servir.

A vuela pluma propongo algunas: más flexibilidad en las plantillas para que se adapten a las necesidades del momento y no sean refugio y coartada de los que no quieren trabajar; mayor concreción de complementos de productividad y de régimen de jornada y horarios ligados todos ellos a objetivos y no únicamente a una presencia poco menos que inanimada; a un reloj que te dice cuando has entrado y cuando has salido, pero no lo que has hecho durante. Y más remociones de puesto que hagan que las competencias las ejerzan quienes de verdad son competentes.

No invento la pólvora, directivos y sindicatos conocen el paño: sólo hace falta voluntad decidida para romper inercias.

Porque la mayoría de los “funcionarios”, como diría el anuncio, se lo merecen. Se merecen el elogio sincero a su abnegada labor, y se merecen también la necesaria autocrítica del sistema, precisamente para que el elogio anterior no se quede sólo en una palabra.

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INVITACIÓN

19 de Octubre del 2012 a las 11:45 Escrito por Jaime Aguilera

ivan-perchante-doble-corazon.pdf

El sábado 20 de octubre a las 20:00 horas tendrá lugar
en la capilla anglicana de Saint George (Cementerio Inglés de Málaga) la
presentación de la novela “Doble corazón”, de Iván Nicolás Perchante. El
acto, auspiciado por la Fundación Cementerio Inglés, se articulará en una
velada músico-literaria. Podrán adquirirse también ejemplares de la obra.
Entrada libre hasta completar aforo

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FIESOLE

13 de Julio del 2012 a las 14:13 Escrito por Jaime Aguilera

FIESOLE 

Comienzo el paseo en el Hotel Villa San Michele: un alojamiento de lujo sobre lo que era antiguo convento del siglo XV y cuya fachada se atribuye a Miguel Angel. Entiendo porque Patricia Schultz lo incluye en la lista de sus mil sitios que ver antes que morir: esta lista es una estupidez, porque cada uno, no Patricia, debe elegir los mil sitios que ver antes de que muera. Ahora bien, en este caso en particular, coincido con la autora del  best-seller.

 

En las terrazas y en los jardines del hotel hay turistas, y supongo que algún viajero, pero en cuanto que me adentro en el bosque de Montececeri ya estoy solo. Voy ascendiendo entre cipreses, olivos, pinos, robles y olmos. Llego hasta un cueva que se hizo para extraer mármol, o por lo menos es algo que se le parece.

 

Avanzo en la subida y llego por fin hasta el un mirador, Florencia a mis pies y todo el valle del Arno. Incluso desde aquí se ve la Villa Schifanoia, donde llevo escribiendo más de un mes. Donde ahora mismo están mi mujer y mis hijos.

 

 Salgo del monte convertido en parque boscoso y escarpado por la Via degli Scapellini. A mi izquierda no me abandona nunca la vista del valle, con la cúpula de Brunelleschi en el centro. Desde la madre, Fiesole, veo a la hija, Firenze.

 

Y sigo caminando hasta la Via Verdi. Hasta la casa donde en 1910 el famoso arquitecto norteamericano Frank Lloyd Wright se escapó, se exilió con su amante Mamah. Es una  diminuta villa que sobre todo es un balcón a la Tocana. Así cuenta el propio arquitecto sus días en Fiésole:

 

“Paseábamos juntos, a lo largo de la calle que va hacia Firenze, todo el trayecto circundado por la luz del día, el panorama y las rosas. Recorríamos la misma antigua calle de noche, observando las sombras en el bosque iluminado por la luna… Emprendimos innumerables peregrinajes, para regresar a la puerta verde encajada en el muro blanqueado a la cal de la calle Verdi. Entrábamos, después de haber cerrado la puerta medieval sobre el mundo externo y encontrábamos el fuego de la chimenea encendido y la comida preparada, una oca, el vino dulce, la crema caramelo… Fueron largas excursiones para sentir esas dulces colinas, cada vez más altas, desde donde se veía el valle hacia Vallombrosa… Cansados, dormíamos en la pequeña cabaña de la altura y después regresábamos, largos kilómetros debajo del sol ardiente, en el polvo, por la antigua vía serpenteante; un antiguo sendero italiano. Tan plenamente romana.”

 

Y es que me doy cuenta que mientras cuatro viajeros románticos eran los que viajaban por Andalucía. Por la toscana ya son cientos, sobre todo ingleses y americanos los que viajan por estas colinas desde el siglo XVIII –en lo que llamaban el Grand Tour-. Es más ha sido un fenómeno reciente que los ingleses se vayan a vivir a un pueblo de Andalucía. Pero muchos de ellos ya se instalaron aquí en el XIX. Muchos de ellos –me comenta Giovanni cuando cenamos en su Villa Poggio Secco- fueron los que plantaron más cipreses en las colinas, porque lo consideraban el símbolo de la Toscana.

 

Llegó hasta la plaza de Fiésole, en la edicola puedo comprar El País de hoy. Desde allí tengo que bajar un buen trecho hasta donde he dejado la Panda. Llego ya algo cansado. Vuelvo a subir, ahora ya conduciendo, hasta un surtidor de gasolina que hay al lado de la plaza.

 Desde allí voy hasta la plaza que hay en lo alto –otro mirador- y hasta el convento de San Francisco del siglo XIV. Aquí todo tiene varios siglos. El otro día nos perdimos hasta un castillo que no está en ninguna guía, estábamos solos, en un paraje perdido al lado del Arno. En el castello de Gualchiere del siglo XII –ya ha llovido un poco desde entonces- vivía alguien que había puesto su ropa a tender en una ventana.

Pero vuelvo al convento de San Francisco. Me impresiona el claustro, pero sobre todo  las celdas diminutas que se conservan intactas después de tantos siglos. Son diminutas, con catres que parecen para enanos, con mesillas antiquísimas, con una pluma y papel.

Cama, mesa, pluma, papel y ventanuco que mira al valle. No se necesita más. Cuando consigo la traducción de las palabras de Albert Camus (Carnets, 1937), me alegra ver que no soy el único que lo ha pensado:“En el claustro de San Francisco, en Fiésole, un pequeño patio bordeado de arcadas, rebosante de flores rojas, de sol y de abejas amarillas y negras. En un rincón una regadera verde. Por todas partes moscas que zumban. Abrasado de calor, el pequeño jardín humea suavemente. Estoy sentado en el suelo y pienso en los franciscanos, cuyas celdas acabo de ver y cuyas inspiraciones veo también y siento efectivamente que, si ellos tienen razón, es conmigo con quien tienen razón. Tras el muro en que me apoyo, yo sé que está la colina que desciende hacia la ciudad y esa ofrenda de toda Florencia con sus cipreses, Pero este esplendor del mundo es como la justificación de estos hombres. (…) Hoy me siento liberado en relación con mi pasado y lo que he perdido. No quiero más que este recogimiento y este espacio cerrado – este lucido y paciente fervor. Y como el pan caliente que se amasa y se moldea, solo quiero tener mi vida entre las manos, semejante a estos hombres que han sabido encerrar su vida entre flores y columnas. Incluso como en esas largas noches de tren donde uno puede hablar consigo mismo y prepararse a vivir, uno solo frente a sí mismo, y esa admirable paciencia para rumiar ideas, detenerlas en su huida y después seguir avanzando. Chupar la vida como un caramelo, formarla, aguzarla. En fin, amarla, buscarla, como se busca la palabra, la imagen, la frase definitiva, aquella con que se concluye, con que se termina, aquella con la que partiremos y formará desde ese momento todo el color de nuestra mirada. Puedo, en efecto, detenerme aquí; encontrar la manera de ponerle fin a un año de vida desenfrenada y agotadora Mi esfuerzo quiere llevar hasta el final esta presencia de mi mismo en mí mismo: mantenerla ante todos los aspectos de mi vida – incluso al precio de la soledad, que ahora lo sé, es tan difícil de soportar. No ceder: eso es todo. No consentir, no traicionar. Cada vez que uno (que yo) cede a sus vanidades, cada vez que se piensa y se vive para “aparentar”, uno se traiciona.” 

Miguel Angel, Lloyd Wright, Camus. El arte, la huida, la sencillez, la verdad.

Volveré a estas celdas con mi familia.

No se si volveré a escribir tantas líneas si letra más auténtica de nuestro castellano, la que no puedo escribir porque no la tiene este teclado italiano. 

 

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LAS COLINAS DE CERCINA

29 de Junio del 2012 a las 12:33 Escrito por Jaime Aguilera

Hace ya un calor de verano, por eso sorprende todavía más el verdor de los campos, la frondosidad de los bosques. Huele a lavanda y a algo que no terminamos de reconocer, pero que resulta igualmente embriagador. Mi mujer le pregunta a la encargada de la facttoria donde hemos ido con los niños: es la flor de tilo.El valle y las colinas se extienden y suceden hasta el Arno. Al final del todo, invisible por la bruma, el Mediterráneo con nombre de mujer, de Liguria. Más abajo, más cerca, la ermita de San Andrés de Cercina, una joya románica, una más, en mitad en el campo, que nos dicen que está cerrada porque ayer se casó Carlo Ponti. Supongo que no se refiere al exmarido de la Sofía Loren, porque creo que ya está muerto.Después de la visita a la facttoria, todos los padres y los niños de la guardería nos vamos a un prado que hay más arriba, a almorzar.Los cipreses, los olivos y las encinas me llevan al Mediterráneo que está al oeste, a la Génova desde donde se fue la madre de Marco. Los abetos, los robles y las hayas me llevan a los Alpes que están al norte, a las verdes colinas desde donde bajaban Pedro y Heidi –para colmo en ese momento aparece un rebaño de cabras que nos miran mientras comemos.Se escuchan palabras en italiano, pero también en español, en inglés, en francés, en alemán, en japonés, en dialecto toscano, donde la palabra papá no es papa sino babbo.Cogemos una piedra para mi amigo Migue –alias el  enano, o Fernando Correas. Es para su colección de suiseki, a mí me recuerda a un caracol, a Fernando a una tortuga; pero definitivamente la bautizamos con el animal que ha decidido Victoria: una ballena.En ese momento suenan las campanas cercanas de la ermita de Cercina. Son las doce. Suenan muchas y repetidas veces, más de doce. Hacía mucho tiempo que no escuchaba el ángelus, el que mi padre me cuenta que paraban en mitad del campo para rezar.Los sonidos, los paisajes, la luz, los olores invitan a la armonía. El ambiente es tranquilo, placentero, educado, civilizado. Recorre mi mente un espejismo: por culpa de la dictadura de los mercados no se puede perder la idea de la vieja y de la nueva Europa juntas, la que une la conciencia cívica del norte de los Alpes y el disfrute sensorial y dionisíaco del sur. La esencia de una Europa diversa, antigua, bellamente contradictoria, con bellezas artísticas, lenguas y culturas de las que se ha nutrido todo el mundo.

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EL MIEDO AL VOTO TELEMÁTICO

19 de Junio del 2012 a las 14:31 Escrito por Jaime Aguilera

NOTA PREVIA:

Antes de nada, disculpas. Diversas circunstancias me han hecho descuidar este blog: las elecciones autonómicas andaluzas, problemas con el servidor y la preparación de un viaje a Italia. Ahora, solventados los problemas, e instalado junto a mi familia en la Villa Schifanoia -adjunto link- con la intención de poder terminar mi segunda novela, me dispongo a colgar mi último artículo, publicado en SUR el pasado lunes 12 de junio.  Saludos y de nuevo disculpas.

 http://en.wikipedia.org/wiki/Villa_Schifanoia

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EL MIEDO AL VOTO TELEMÁTICO 

Cualquiera de nosotros ha dejado ya de enviar cartas postales: ha sustituido el sello de colección por la arroba del correo electrónico. Cualquiera de nosotros utiliza la firma digital o el DNI electrónico para trámites con las administraciones públicas, trámites donde algunas veces nos jugamos mucho: pensemos por ejemplo en una complicada declaración de la renta.Sin embargo, seguimos votando, seguimos ejercitando el derecho fundamental de sufragio activo más o menos de la misma forma como lo hacían nuestros abuelos, los mismos que de vez en cuando enviaban una carta con un bonito sello, o los mismos que pagaban sus impuestos en ventanilla y en metálico.Es cierto que las tecnologías de la información y comunicación han entrado ya en el escrutinio, con terminales que transmiten los datos y que permiten que cualquiera a través de internet lo pueda estar viendo simultáneamente; pero, insisto, el principal protagonista de esta historia, el votante, tiene que seguir desplazándose dos veces a una oficina postal para depositar su voto por correo; o una vez el día de la elecciones a su colegio electoral si quiere depositar la sacrosanta papeleta electoral.En julio de 2011 el Congreso aprobó por unanimidad la opción de  votar de forma telemática a los diputados ausentes por embarazo, permiso de maternidad o paternidad o enfermedad grave. O sea, desde el año pasado, los diputados ausentes pueden votar de forma telemática; pero los electores ausentes, los que eligen a esos diputados,  siguen sin poder hacerlo.Es casi irrisorio mencionar el experimento que se hizo en mesas contadas y con motivo de la celebración de las elecciones al Parlamento Europeo de junio de 2009: en esa ocasión se hicieron algunas modificaciones “telemáticas” en la forma de comprobar la presencia en el censo de la persona que desea votar y en la realización del recuento final de los votos, así como en la impresión de actas.. Pero seguía existiendo la sacrosanta papeleta.            ¿Por qué tanto miedo a que desaparezca la papeleta blanca, sepia o verde? Desde esta tribuna me atrevo a plantear un cambio en la administración electoral que simplemente la va a poner a la misma altura que algunas de sus hermanas, como pueden ser la administración tributaria o laboral.            No pretendo que, desde un primer momento, se pueda votar desde casa –aunque no cabe duda de que a medio y largo plazo terminaremos en eso-; pero si al menos posibilitar un sistema mixto donde se habilite un voto telemático con firma digital para el que lo solicite por estar fuera, por tener movilidad reducida o simplemente porque no se quiere desplazar al colegio electoral; y  un voto electrónico en colegios electorales con terminales habilitados para ello donde no va a haber papeletas y donde si es posible, junto a la identificación digital, la identificación convencional del votante.            No voy a negar que los cambios cuestan tiempo, dinero y esfuerzo en un ámbito donde la inercia campea a sus anchas. No voy a negar que los sistemas informáticos que soportan este cambio en la cultura democrática deben estar debidamente revisados –lo mismo que lo están los de Hacienda que ya nadie discute-. Lo que si niego es el argumento utilizado como coartada por algunos de que si desaparece la “papeleta” la coacción, la suplantación de personalidad y la venta de votos está servida: a los que dicen eso les respondo con el ejemplo –por desgracia, clásico- del padre dándole el sobre cerrado con la papeleta a su mujer y a sus hijos antes de salir de casa para ir a votar. Da igual el método que se use para votar, las prostituciones de la voluntad del votante siempre estarán unidas a la falta de madurez política y de libertad individual            Por el contrario, son muchas las ventajas de las que se beneficiaría nuestra sociedad democrática de apostar por el voto telemático. No es una quimera pensar que aumentaría la participación si cualquier ciudadano, con una conexión a internet y una firma digital: estuviera en la parte de su país o del extranjero donde estuviera podría ejercer el derecho al voto en igualdad de condiciones –y de paso nos ahorraríamos recursos como el reciente de Foro Asturias-. No es ninguna tontería pensar que aumentaría en paralelo la fiabilidad en un recuento que une directamente la decisión del votante y la central de datos. No es difícil llegar a la conclusión de que aumentaría también la posibilidad material de realizar el método del referéndum, consiguiendo así una democracia más real y participativa. Y, por último, no es ninguna cuestión baladí, pensar en cómo se reduciría en millones de euros y en millones de kilos de papel los gastos electorales.¿Hacen falta más razones para perder el miedo de una vez por todas a que las papeletas de las candidaturas pasen al museo romántico de la historia de nuestra democracia?

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CIRCUITO LITERARIO ANDALUZ

29 de Marzo del 2012 a las 16:09 Escrito por Jaime Aguilera

http://www1.ccul.junta-andalucia.es/cultura/caletras/opencms/es/portal/programas_literarios_estables/circuito_literario_andaluz/listado_autores/

Desde hace algunos días formo parte de la lista de autores del Circuito Literario del Centro Andaluz de las Letras. Para vuestro conocimiento.

Os pido disculpas por tener abandonado el blog. Me pongo las pilas de nuevo.

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EL SENADO, REFORMA IMPRESCINDIBLE

20 de Diciembre del 2011 a las 14:43 Escrito por Jaime Aguilera

http://www.diariosur.es/prensa/20111220/opinion/senado-reforma-imprescindible-20111220.html

Hace ya más de veinte años, recuerdo que una de las asignaturas con la que más disfruté al inicio de la carrera fue Derecho Político. Tanto que a final de curso hice un trabajo voluntario de más de ochenta páginas para subir nota –nota que, por cierto, injustamente no subió-. El trabajo se titulaba: El Senado, una reforma necesaria.

Más veinte años después, y más de treinta desde que se aprobó el texto constitucional, la reforma ya ha dejado de ser necesaria: ahora es imprescindible.

Y para ello me remito a las últimas elecciones generales, donde se calcula que más de dos millones de electores han mostrado de nuevo su desacuerdo con la configuración de la llamada Cámara Alta. Y lo han hecho de diversas formas: votando a una formación política en el Congreso pero votando en blanco al Senado, votando a una formación política en el Congreso y absteniéndose en la urna del Senado; o incluso emitiendo votos nulos al Senado insertando comentarios en la papeleta del tipo “¿Para qué sirve esta Cámara?” o “Senado, abolición ya”.

Y es que el pueblo, además de soberano, no es tonto. Porque está claro que la redacción del legislador constituyente en el artículo 69.1 de la Carta Magna, el que viene a proclamar que “el Senado es una Cámara de representación territorial”, se quedó en la práctica en una mera declaración de intenciones. Porque a nadie, o a casi nadie, se le escapa que hoy en día sólo una quinta parte de sus señorías es elegida “territorialmente” por las comunidades autónomas. Porque todos, o casi todos, sabemos que hoy en día la función real del Senado es actuar únicamente como cámara de segunda lectura, totalmente subordinada al Congreso de los Diputados salvo excepciones que confirman la regla.

No voy a entrar en el discurso recurrente, dados los tiempos que corren, de que lo mejor es que desaparezca y así nos ahorramos 55 millones de euros –tampoco voy a entrar en pasarlo a pesetas-; pero tampoco voy a dejar al Congreso tal y como está configurada hoy su elección.

En mi opinión, el modelo sigue siendo el mismo que hace muchos años ya proponían los teóricos del Derecho Constitucional: el Bundesrag alemán, donde los representantes son elegidos por los estados federales –lander- y con verdadero poder legislativo en leyes que afectan a esos estados que representan. En definitiva, un Senado que se nutra únicamente de representantes de las Comunidades Autónomas, de Ceuta y Melilla y quizás –habría que planteárselo- de cabildos, concejos insulares, diputaciones y ayuntamientos. Un Senado que tenga verdadero protagonismo en todas aquellas iniciativas legislativas que afecten a los intereses de las administraciones territoriales del Estado español. Quizás no es tiempo de proponer modelos alemanes, ahora que, como diría el maestro Alcántara, tenemos un mando en Madrid y otro “mando a distancia” en Berlín; pero es que resulta que este es el modelo que le daría un sentido al Senado, y que ya está inventado.

Ahora bien, para ello habría que reformar también el Congreso de los Diputados, que es hoy en día la verdadera cámara de representación territorial: con los grupos catalanes, vasco, gallego, canario… Y para ello habría que reformar la Constitución y la legislación electoral en el sentido de eliminar la provincia como circunscripción electoral, de tal forma que –como ya ocurre en las elecciones europeas- no haya diputados baratos en votos –los de Soria- o caros –los de Madrid-; sino sencillamente un reflejo proporcional de lo que está decidiendo una nación, no una provincia: porque, no nos engañemos más, los diputados hace tiempo que dejaron de representar a su provincia anteponiendo las siglas políticas a las que representan.

No pertenezco a ningún partido, por eso me atrevo a decir que mis ideas no van a ser del agrado de los dos partidos nacionales mayoritarios ni de los nacionalistas, porque posiblemente perderían escaños. Tampoco soy de Izquierda Unida, de UpyD, o del 15-M, aunque en este caso puedo tener círculos de intersección con ellos.

En conclusión, o quitamos el Senado o lo adaptamos a la realidad territorial del España, que exigiría también –insisto- cambios en el Congreso de los Diputados.

Decía el tango que veinte años no es nada: pero veinte años desde aquel trabajo ilusionante de un alumno de primero de carrera parece ya toda una eternidad senatorial.

 

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MÁLAGA-GASTEIZ

10 de Octubre del 2011 a las 12:37 Escrito por Jaime Aguilera

 

 http://www.diariosur.es/prensa/20111010/opinion/ciudades-20111010.html

Tenía ganas de comprobar in situ la ciudad española que las frías pero sintomáticas estadísticas califican como la que tiene mayor calidad de vida: Vitoria-Gasteiz. Los parámetros utilizados para llegar a esta conclusión son los indicadores de servicios públicos –sociales, educativos, sanitarios-; así como otros tan importante como las posibilidades de empleo o la oferta comercial y cultural. En todos ellos la capital vasca obtiene muy buena puntuación, pero hay uno en el que sobresale especialmente y que le hace merecedora de ser la capital verde europea de 2012: me refiero a la ratio de zonas verdes por habitante (21 metros cuadrados por habitantes frente a los 15 que recomienda la OMS o a los poco más de 6 que tiene Málaga).

La primera impresión al salir de la estación ferroviaria es decepcionante, las calles del ensanche vitoriano están más sucias que las de Málaga. Si los ciudadanos utilizan sus bolsillos como papeleras su presencia es prescindible, pero si hay todo tipo de envoltorios en las aceras de las calles el resultado es desalentador.

Afortunadamente la primera impresión se convierte en una excepción que confirma la regla: todos los contenedores de basura están soterrados, el color verde se convierte casi en una obsesión, con césped incluso entre los raíles del tranvía urbano. La mezcla entre la piedra antigua, el color verde ecológico y los neones modernos en el mobiliario urbano dotan a la ciudad de la imagen que se ha ganado de mezcla perfecta de tradición y de modernidad; pero, sobre todo, de ser una ciudad donde se puede vivir.

Ya es por la mañana, algunos padres y madres llevan a sus hijos al colegio en bicicleta, incluso me llama la atención que muchos pequeños van al cole en patinete. La tarde anterior muchos de ellos han participado en el festival internacional de juegos infantiles, porque en Vitoria casi todo el año tiene algún evento cultural de ámbito internacional, como el Azkena Rock Festival, que también acaba de empezar, y que llena las calles de ropas negras y tachuelas metálicas.

Cojo una bici de alquiler gratuito que me ofrece el Ayuntamiento, la de al lado la alquila alguien de origen magrebí que se ve que vive en la ciudad, y que no tiene dinero para comprarse una bici.

En Vitoria los carriles bici, que los hay y en abundancia, no son imprescindibles: sencillamente porque los miles de bicicletas que a todas horas hormiguean por la ciudad se cuelan por sus bulevares, por sus parques, por sus paseos, por sus calles peatonales. Es la propia fisonomía de la ciudad la que ha desplazado al coche.

Atravieso el Paseo de la Senda y el Parque del Prado. Llegó al final de la ciudad, a la iglesia románica de San Prudencio, y me adentro en uno de los parques del famoso cinturón verde de la ciudad: en el parque de Armentia, que no es otra cosa que un bosque maravilloso de quejigos y robles. Hace diez minutos estaba en el corazón de la ciudad y ahora estoy escuchando los sonidos del bosque en fuente Arana.

Hace poco decía Antonio Garrido en esta misma tribuna que el binomio cultura y turismo es determinante para el progreso y desarrollo de una ciudad. Pues bien si queremos un ciudad más culta, si queremos una ciudad más agradable para el turista que nos visita; si los malagueños de verdad queremos eso, debemos de plantearnos seriamente nuestros patrones de movilidad y de entorno urbano: o lo que es lo mismo, la manera en que vivimos y en que nos movemos.

En Vitoria hay árboles por todos lados, árboles centenarios que se plantaron hace mucho tiempo (la secuoya gigante junto al colegio de las ursulinas) y miles de árboles jóvenes (con la campaña “adopta un árbol y crece con él” los niños vitorianos plantan en primavera un plantón de árbol que han cuidado en sus casas desde diciembrese). Ellos, los vitorianos, se han dado cuenta de que una calle, hasta la más fea, se vuelve acogedora si es escoltada por una doble fila de plátanos de indias. Ellos, los vitorianos, que tienen muchas menos horas de sol que los malagueños, pueden disfrutar, como yo ahora mismo, de una mañana soleada con su luz tamizada por el verdor y el frescor que me ofrece la hilera de álamos que permanecen en posición de firmes delante de mis ojos.

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