4 de Febrero del 2008 a las 10:37 Escrito por
Jaime Aguilera
En tardes frías, algunas veces con la nieve en el ventanuco, jugaba al ajedrez con mi amigo Miguel –Mikel, para mi mujer y yo- en el sotanillo del Real Colegio Complutense en Harvard. Todos los días me ganaba él: obviamente, porque era y seguirá siendo mucho mejor que yo. Un día, en una descubierta con alfil y torre que me sorprendió a mí mismo, conseguí acorralarlo y darle el jaque mate.
Como es natural, después de esta inesperada victoria, me negué a jugar con Mikel más veces: de esta forma le recordaba que él había sido “el último perdedor”, y le invitaba a que se fuera a jugar y a ganarle cinco dólares al viejo que esperaba sentado y sólo en Harvard Square, inmóvil ante un frío tablero arlequinado.
Mikel me decía que se rumoreaba que Bobby Fisher se había venido de Islandia y vivía de incógnito en aquel barrio tan ajedrecista. Él mismo, en una de sus bravuconadas hispánicas y etílicas, se había apostado una caja de cervezas en el Cellar´s con un tipo raro y barbudo que, por momentos, le recordaba a la cara del genial Fisher. El anónimo contrincante tumbó a mi amigo en quince movimientos y después le perdonó las cervezas.
El caso es que pocas semanas después murió el padre de Mikel y el pobre salió disparado para Zamora vía Boston-Reykiavik-Londres-Madrid. Yo no le dije nada, pero recuerdo que se me pasó por la cabeza que a la vuelta se quedará unos días en la capital islandesa para buscar al irrepetible ajedrecista norteamericano, si es que seguía allí, y vengar al ruso Spassky.
Acabo de ver en los periódicos que ha muerto Bobby Fisher. Ha sido en Reykiavik –se ve que al final nunca se instaló en Boston- y que ha esperado la casilla de su año 64 para completar el tablero de ajedrez de su vida.
Ha sido entonces cuando me he acordado de mi amigo Mikel y del viejo de Harvard Square. He encendido el ordenador, he escrito estas líneas y he jugado dos partidas de ajedrez con un desconocido, una la he ganado y la otra la he perdido.
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24 de Enero del 2008 a las 11:00 Escrito por
Jaime Aguilera
A mis amigos madrileños, en especial a Dani y Alfonso
Las ciudades, como los paisajes rústicos o como los propios hogares, aguardan agazapadas en el tiempo detenido, hasta que se desperezan y se ofrecen al paseante.
Madrid se despierta de este letargo y se viste de frío en los atardeceres prematuros que preceden a la Navidad, en las tardes luminosas de una tarde recién estrenada de primavera y, también, como hoy, en las mañanas burguesas y soleadas del un domingo de invierno.
El Madrid más antiguo, a pesar de las cámaras digitales de los japoneses y los gorros de lana andina de los sudamericanos, no puede evitar seguir oliendo a rancio: a abrigo largo, a bacalao, a calamares fritos, a comercios con espejos y rótulos elegantemente oxidados.
Los árboles caducos, preludio necesario de la tibieza de los desayunos de mayo, acompañan ahora con sus brazos desnudos el ascenso del humo de las calefacciones.
En la Plaza Mayor, una pareja –con corbata él, con abrigo de piel ella- atraviesa parsimoniosamente la maraña de corrillos donde se compran y se venden sellos: seguramente irán a misa de doce, a San Ginés. En la calle del Arenal, un joven rapado al cero limpia un escaparate de diseño. En el Real Jardín Botánico una madre, entre el fragor amortiguado del tráfico y el sonido de los pájaros, le enseña a su hijo un ejemplar de olivo lechín de Granada.
Madrid, en tiempos de nacionalismos excluyentes y retrógrados, sigue siendo, menos mal, el cruce de caminos joaquinsabiniano: donde casi nadie es de allí y, sin embargo, todos se pueden sentar cómodamente en la intimidad cómplice de cualesquiera de sus mesas de camilla, al lado de la Puerta del Alcalá, por ejemplo, y con vistas al Retiro.
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17 de Enero del 2008 a las 10:15 Escrito por
Jaime Aguilera
Un domingo de hace ya muchos años, mis padres me llevaron hasta la estación de Salinas, en el límite provincial entre Málaga y Granada: desde allí me monté en un tren, junto a primos y a mi hermana, hasta llegar a Antequera, donde nos recogieron los mismos que hacía un rato nos habían comprado el billete.
Mucho ha llovido desde entonces, aunque más debería haberlo hecho en estos últimos años, y en todo este tiempo he intentando cultivar esa pasión ferroviaria que nació aquel día en Salinas. Supongo que deriva de la deformación mental pseudoromántica que tenemos algunos. Pero que más da el origen si nos proporciona un estado de bienestar espiritual.
Las estaciones de tren son casi siempre el mejor escaparate de una ciudad. En euskera, la palabra “estación” se nombra con otra que a mi juicio es más evocadora: geltokia (sitio de despedida), porque no hay sitio más apropiado para decir adiós, o hasta luego, que la estación madrileña de Atocha, que la barcelonesa de Francia, que la londinense Victoria o que la neoyorquina Grand Central, por ejemplo.
Caminante no hay camino, se hace camino al viajar en tren: pagando tasas inexistentes a alcohólicos revisores rumanos; o escuchando a otros leer a los pasajeros libros de poetas de Vermont, rodeados por montañas nevadas. Da igual, sea como sea, hay que viajar en tren: siendo despertado en la madrugada por policías turcos o siendo agasajado con bombones “puntualmente” servidos cerca de Oxford. Da igual, hay que dejarse llevar por un ventanilla y dos raíles.
En 1990, el tren expreso Estrella del Sur salía de Málaga y se sumergía en una noche de insomnio y de naipes, de soldados y estudiantes, de porros y bocadillos. Alguna vez llegamos con tres horas de retraso, tres horas que había que sumar a las ocho o nueve –no recuerdo- inicial y teóricamente previstas.
Hoy les escribo estas líneas en un viaje de vuelta a Málaga en el famoso AVE, escuchando música, consultando Internet, hablando por teléfono móvil o viendo una película. En el viaje de ida las antiguas once horas de viaje quedaron reducidas a tres y media, y encima me devolverán el dinero porque llegó con retraso de casi una hora. En el viaje de ahora los 290 kms./hora a los que puedo ver el paisaje de la tarde plomiza en La Mancha hacen presagiar que esta vez no habrá retraso. Mala suerte.
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10 de Enero del 2008 a las 10:00 Escrito por
Jaime Aguilera
Hace ya bastantes años, paseando por Ciudad Rodrigo –escenario incomparable del “Viaje a ninguna parte” de Fernán Gómez-, me llamó la atención que en las calles se seguían poniendo esquelas fúnebres parecidas a las necrológicas que se publican diariamente en los periódicos. Recordé entonces que en mi infancia había una mujer en mi pueblo a la que se le pagaba por ir anunciando, de casa en casa y una por una, el día y la hora de la misa de un difunto.
Pues bien, ni papelitos ni mensajeras, un empresario gurú de la televisión alemana ha caído en la cuenta de que, a pesar de que mueren 800.000 germanos al año y la población está envejeciendo, el mundo de los muertos no estaba todavía explotado en la pequeña pantalla. Así que ha decidido montar “Cadáver Televisión”, un canal dedicado en exclusiva a la muerte.
Por la “módica cantidad” de dos mil euros el programa elaborará una tele-necrológica de dos minutos de duración. El “pack” puede incluir si se quiere fotografías tanto del fallecido como de la familia, adornadas con un bonita puesta de sol o una montaña nevada y, además, de regalo, una buena banda sonora que se nutre de una amplia gama de piezas musicales o de voces “en off” que nos convencen acerca de la paz –no contrastada- del más allá.
Suena mercantilista pero, qué quieren que les diga: todo lo relacionado con la muerte tiene un olor fúnebre a dinero. No hay clientes más seguros que los de una funeraria. Por lo menos algunos podrán disfrutar, a título póstumo, de los de dos minutos de fama de Warhol. Y si antes se pagaban misas, ¿por qué ahora no se va a pagar un bonito homenaje mediático?
Cuando la idea se extienda a España –no tardará mucho- no tendré mucho tiempo para ver las tele-esquelas, pero eso sí, que cuenten conmigo como espectador para ver los documentales sobre cementerios famosos: al igual que el promotor de este nuevo canal, también yo considero los camposantos un “oasis de tranquilidad y reflexión”.
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2 de Enero del 2008 a las 14:09 Escrito por
Jaime Aguilera
En la vida hay momentos que son “únicos”: sencillamente, entre otras más causas, porque se tiene la certeza de que ya no se volverán a repetir nunca más.
Por eso hay que saborearlos en los tres tiempos verbales, en el ilusionante futuro, en el fugaz presente, en el evocador pasado: como si fueran un buen vino; desde que se lee con fruición la etiqueta, sin que ni siquiera se haya quitado el corcho; hasta que los comensales siguen hablando de él, una vez que la botella lleva un tiempo vacía.
Hace unos días acompañé a mi hijo en su primera visita a una sala de cine. Días antes se fue preparando el acontecimiento haciendo la inevitable comparación con que se iba a encontrar con una pantalla televisiva, pero mucho más grande. Cuando por fin llegó el momento esperado, el espectáculo “único” no estaba en la pantalla sino en sus ojos abiertos de par en par. En la oscuridad de la sala, con la luz del proyector como linterna “única”, las pupilas del novato espectador estaban tan absortas que se molestaban incluso con su propio parpadeo. Un espectador, por cierto, de una cinefilia casi integrista: me recriminó que le ofreciera palomitas de maíz porque, me dijo, él no había venido a comer sino a ver la “peli”.
Estaba convencido de que se iba a cansar en la casi hora y media que duraba el largometraje de dibujos animados; sin embargo, no sólo no se levantó del duro e incómodo elevador de plástico rojo, sino que ya espera con ilusión su próxima cita con un patio de butacas.
La primera película que yo recuerdo fue en una noche fría de invierno en el antiguo cine de Archidona: “Siete novias para siete hermanos”. Desde entonces han llovido muchos fotogramas que han llegado a formar parte de mí mismo. Espero que le ocurra lo mismo a mi hijo.
Yo, por mi parte, con la botella ya vacía, y teniéndolos a ustedes como anónimos y abnegados comensales, sigo saboreando con estas líneas el regusto tan agradable y tan inolvidable de una mirada de cine “única”.
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20 de Diciembre del 2007 a las 10:08 Escrito por
Jaime Aguilera
Ahora que se acerca el Gordo de la Navidad, la mayoría hablaremos de salud, que es la forma eufemística de decir que seguimos sin ser millonarios.
Y curiosamente, teniendo en cuenta que se hacen listas de todo lo relacionado con el año que termina, y a pesar, insisto, de que tantas y tantas veces se va a desear que no venga la desgracia en forma de enfermedad, no creo haber visto ninguna lista con los diez españoles más felices, o con los diez españoles con más salud –se supone que física y mental-, o la que para mí sería más sintomática: con los diez españoles con más ilusión por seguir viviendo.
Eso sí, hablando de listas, y en concreto de la nómina de los que son más millonarios, hay una revista, Forbes, que vive de eso: de calcular las fortunas de los que no saben qué hacer con tanto dinero. El señor Gates, el que vende el programa a través del cual les redacto estas líneas, es el que año tras año lidera el ranking de los que seguramente no saben lo que la vale un café.
También la revista Forbes, en un maravilloso ejercicio de poner en paralelo realidad y ficción, ha hecho otro listado con los personajes de ficción con más posibilidades. Una serie de nombres que no existen en el mundo real, que son mentira, pero que no por ello no deja de tener su gracia.
De esta forma el que ahora está “el primero de la clase” es Oliver ‘Daddy’ Warbucks, ex general del ejército norteamericano en un cómic, y que se habría aprovechado de las aguas revueltas de Irak y Afganistán para acumular una fortuna de 362.000 millones de dólares. Al igual que los que vinculan sus negocios a las guerras, los que apuestan por el oro suben puestos: este es el caso, por ejemplo, del Tío Gilito, cuya fortuna está estimada en 109.000 millones, o de un clásico de los vídeojuegos, el fontanero Super Mario Bros, que cierra la lista con 10.000 millones, fruto de varias décadas coleccionando monedas de oro.
Es el primer año, desde que en 2002 se inventara esta curiosa lista, que no es líder alguien que se viste rojo y blanco (por culpa de Coca-Cola) y que sólo trabaja en Nochebuena. La revista decidió retirarlo de la lista porque recibieron millones de cartas afirmando que Santa Claus no es mentira: existe. Feliz Navidad.
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19 de Diciembre del 2007 a las 10:30 Escrito por
Jaime Aguilera
YA VA SIENDO HORA DE QUE MUESTRE MI CARIÑO PUBLICAMENTE A TODOS LO QUE VISITAIS HABITUALMENTE ESTA PAGINA, EN ESPECIAL A AQUELLOS QUE HABEIS HECHO ALGÚN COMENTARIO. GRACIAS, DE VERDAD. DE ALGUNOS CONOZCO VUESTRA IDENTIDAD, DE LA MAYORÍA NO; SEA COMO SEA, VUESTROS COMENTARIOS SON EL ALIENTO NECESARIO PARA ENFRENTARSE A UNA PAGINA EN BLANCO. POR ESO, APROVECHO EL MOMENTO TOPICO DE ESTAS FECHAS PARA DESEAROS LO MEJOR A LOS QUE NO CONOZCO Y A:
René barbier; Artemisa; Fernando Correas; Boris Vian; Txe; Carmen Lozano; Mariló; Maite; Antonio Alvárez; Neus; Lux; Pastrami; Narsu; El gordo de Minnesota; Lonicera; Alicia Marchant; Belén; Jesús Ruiz Ormeño.
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13 de Diciembre del 2007 a las 13:08 Escrito por
Jaime Aguilera
En el cine, como en literatura o en música, te puede gustar o no una película. Pero hay veces que tomas partido, o sea, que te vuelves partidario de un determinado director. A mí me ocurre con Woody Allen o con Garci: cada vez que estrenan una nueva cinta tengo predisposición a ir a verla; entre otras cosas, porque sé con casi total seguridad que me va a gustar.
Y efectivamente ese ha sido el caso del último largometraje de Jose Luis Garci, “Luz de domingo”, que una vez más nos traslada a una Asturias de una melancolía húmeda y esmeralda.
Sin desvelar detalles de un guión basado en un relato de Pérez de Ayala, y para no desincentivar a todo aquel anónimo lector que se decida a ir a verla, se puede decir que la estructura narrativa se divide claramente en dos mitades divididas por un ecuador dramático y desgarrador. Pues bien, la primera parte es la que realmente me ha subyugado de la película; precisamente la parte en la que ocurren menos sucesos, en la que los fotogramas son contaminados por una rutina de copas de cristal, manteles y lluvia tras los cristales. Es en esta parte más descriptiva y menos narrativa donde uno se va enamorando del paisaje y del paisanaje, donde uno, a través de un casting y una puesta en escena encomiables, se va dejando arrastrar por la indolencia de personajes atrapados en su pequeño mundo.
Porque aquí es donde florece el mejor Garci, en las historias íntimas enmarcadas en escenarios cautivadores. Después, en la segunda mitad, todo se acelera y se tensa con una violencia que hace que lo pasen mal los personajes y, por extensión, algunos espectadores como el que les escribe. ¿Por qué se tuvo que rasgar esa frágil armonía de lo cotidiano? ¿Por qué romper las miserias y las grandezas del devenir pausado de los días y las semanas?
Insisto, dentro de esta excelente película, me gusta mucho menos el clásico western que lleva implícito en la segunda mitad. He disfrutado mucho más al principio, recreándome en las tardes de domingo de paseo y de mesa camilla, de copita de anís y brasero, de lluvia y de silencio: un silencio acompasado por el sonido de un reloj de pared y resquebrajado por la tormenta que ha oscurecido la luz de domingo.
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5 de Diciembre del 2007 a las 15:24 Escrito por
Jaime Aguilera
En estos días se ha celebrado un año más, en Málaga, el denominado ENCODE, que se está convirtiendo en un foro internacional donde debatir y reflexionar sobre las amenazas y fortalezas de nuestro mundo actual. Tanto Rigoberto Menchú como Kofi Annan decían con pesimismo que tienen la sensación de que cada vez estamos peor. Pero ambos coincidían también en que la esperanza se tiñe con palabras como “educación” y “conocimiento”.
Y es que un ejército de ciudadanos adiestrado en la dignidad, la tolerancia y el esfuerzo, y con un portátil con conexión a internet como único fusil, se convierte en la peor de las pesadillas para el hambre o la dictadura. Aunque, claro está, si se es analfabeto o si –como decía Rigoberta- no hay electricidad y la única luz que se espera es la luz del día, el ejército no existe y no puede existir.
En Andalucía tenemos todos la oportunidad de aprender en una escuela y tenemos electricidad, y no tenemos hambre, y tenemos ordenadores. Sin embargo, según el último “informe Pisa” nuestros niveles educativos dejan bastante que desear. Creo que ya lo he dicho más de una vez: en las estadísticas del CIS aparecen el paro, la vivienda, el terrorismo como problemas del país; pero nunca aparece la educación, que es, en mi opinión, una cuestión y un problema de Estado.
De que los andaluces aumentemos nuestro nivel de renta más rápido que nuestro nivel de educación tenemos la culpa todos. Los políticos, que en lugar de estar todos de acuerdo en una cuestión básica lo que hacen, como no, es barrer para casa: bien confundiendo morales particulares con normas éticas universales o bien adulterando la historia con leyendas nacionalistas –incluido el nacionalismo andaluz-. Los padres, los primeros educadores, cada vez más alejados de la formación de sus hijos. Los maestros, cada vez más desmotivados y menos respetados. En definitiva, la culpa es de todos los educadores, no de los educandos.
El futuro del mundo estriba en la posesión del conocimiento y en su reparto. No podemos permitir que el tercer mundo no tenga acceso y que el primer mundo pierda los valores que lo sustentan.
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5 de Diciembre del 2007 a las 15:21 Escrito por
Jaime Aguilera
Un super-supermercado -también llamado gran superficie- catalán ha tenido la ocurrencia de montar una especie de sala de espera para maridos: en ella los compañeros y cónyuges podrán conectarse a internet, leer los periódicos, o simplemente ver la televisión en pantalla de alta definición mientras sus esposas van de compras.
Dicen que los viejos y los niños se parecen. Ahora hay que añadir la categoría de los maridos: los ancianos cuentan con sus hogares y centros de día, los pequeños cuentan con sus guarderías y las ludotecas (instaladas también algunas de ellas en los centros comerciales), y ahora también los no tan sufridos esposos podrán contar con su salón recreativo particular.
Es curioso como se siguen manteniendo, en algunos casos, roles sexuales distintos en circunstancias similares, y que evidencian quizás aquello de que nosotros tenemos sólo una neurona y la tenemos que tener entretenida. Ojo, no estoy hablando de la parte media de la tabla, es decir, de los hombres y mujeres que van de compras para que no críe telarañas la nevera, o por imperiosa necesidad de su armario. No estoy hablando de la obligación sino de la devoción. Me refiero al deseo voraz de que llegue el fin de semana para estar todo el día de tienda en tienda, rodeados de gente, sin ver la luz del sol y con hilo musical y anuncios varios como banda sonora de tu vida. Una “afición” que, como la propia palabra indica, es de género más femenino que masculino.
Afortunadamente para mí, mi esposa no es aficionada a esa devoción que llaman “shopping”, y cuando vamos al centro comercial es porque no hay más remedio o porque allí, por desgracia, están los mejores cines. Pero llegado el caso, si ella cayera en las redes de un síndrome de abstinencia que sólo se cura con probadores y tarjeta de crédito, yo desde luego también me inyectaría metadona de papel y tinta en esta sala nueva de desintoxicación que se ha inventado el supermercado catalán.
Fijense bien cuando paseen –si es que se puede hablar de pasear- por uno de estos templos de comsumo: podrán ver como hay maridos a la deriva con mirada ausente. Ahora podrán tener un puerto donde fondear y hacer escala.
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